TStubíamos al ritmo cansino del antiguo funicular entre edificios y arboledas cuando en una pradera apareció dibujado un número:2016. Ese número me sonaba de algo pero no podía precisar mi recuerdo. Llegados a lo alto del Igueldo ascendimos por las empinadas escaleras del torreón. La vista era impresionante. Allí mismo, debajo, estaba la isla de santa Clara, con su singular faro y, como si estuvieran esperándola, las dos playas más conocidas, Ondarreta y la Concha casi ocultas por multitud de bañistas y casetas y a las que se asoman decenas de barcos. A la derecha divisamos el palacio de Miramar que aún recordará correrías regias. A la izquierda el antiguo casino, hoy Casa Consistorial, y casi al lado la fachada churrigueresca de la basílica de santa María dentro del casco viejo más famoso del mundo por su bullicio, sus bares y sobre todo sus pinchos.

En el centro del barrio la plaza de la Constitución con sus fachadas coloristas de las que sobresalen los balcones numerados como recuerdo de su pasado taurino. El sol se reflejaba en los dos cubos del Kursaal asomado al monte Urgull y a la tercera playa, la de Zorriqueta, que ahora es casi propiedad de adolescentes que acabado el baño inundan la Alameda siempre festiva. A un paso el impresionante teatro Victoria Eugenia me retrotrajo a la Belle Epoque. Y sobre todos ellos la aguja afilada de la catedral del Buen Pastor.

En el horizonte se perdían la avenida de las facultades universitarias y las autopistas a la cornisa cantábrica, a Francia y a Burgos. Al bajar volvimos a ver la leyenda: 2016 y entonces recordé que había sido un sueño cacereño del que nos despertamos porque para que David gane a Goliat debe mediar un milagro y ya se sabe que los milagros no suceden todos los días. Pero mientras duró fue muy bonito.