Una de las características más destacadas de nuestra pequeña y coqueta ciudad es, sin duda, la intensidad de las relaciones sociales. Como los lugares de encuentro se repiten, es inevitable no coincidir con la misma gente en los mismos sitios, sobre todo en estas fechas en las que todo se ordena alrededor de las comidas y las cenas «amistoso-familiares». Así, influidos por el ambiente navideño y por el abundante líquido que acompaña a las distintas celebraciones, se suceden los saludos y los abrazos, con una efusividad tan aparatosa que, como dicen ahora los chicos, pudiera parecer más «postureo» que otra cosa.

Tal es así que, si no fuera porque acabo de leer a Yuval Harari y su imprescindible Sapiens en el que el autor afirma que uno de los motores de la socialización ha sido el afán de cotilleo, me mostraría más parco en mis carantoñas sociales y prestaría menos atención a las conversaciones que se producen en esos encuentros. Dicho lo cual, y dejando aparte a los que van repartiendo besos y abrazos «por doquier y en forma de aspa» como si les fuera la vida en ello con tal de pasar por los más simpáticos o los más sociables, acepto que sea una manera más de cultivar eso que tan genéricamente hemos dado en llamar apariencias.

Ya, ya sé que usted me va a decir que las apariencias no son lo más importante, que lo verdaderamente apreciable es el fondo y no las formas, que para eso somos seres espirituales… o como se diga. Pero lo cierto y verdad es que el «cotilleo», o sea, el juicio superficial y apresurado de los demás, forma una parte importante de nuestro modelo social; y, según afirma Harari, desde el comienzo de la humanidad. No sé qué pensará usted, pero yo tengo muy presente ese dicho de que «nunca hay una segunda oportunidad para una primera impresión» y, atribulado por esa perversa tiranía moderna en la que se ha convertido la mayoría, hago lo que debo, y lo que veo, esto es, lo correcto. Y no me diga usted que no se deja llevar por el ambiente «saludatorio-festivo», aunque solo sea para no ganarse una cierta «familla» incómoda de la que luego sea difícil desprenderse. Así que, decidido: ponga usted su mejor cara, muéstrese dispuesto a dar y recibir abrazos y besos de manera generosa, despliegue prolijamente la mejor de sus sonrisas y acepte un trato similar en justa correspondencia; es lo menos que se merece.