Emilio es adusto, callado y distante. Emilio es leonés, analítico e ingeniero. Emilio va a hacer la compra en los ratos que le deja libre el trabajo. Vive solo en un apartamento de Nuevo Cáceres y la otra tarde entró en un pequeño supermercado a comprar naranjas y lombardas. Estaba callado en la cola, esperando su turno, cuando la señora que lo precedía se giró y le soltó una sorprendente confesión a bocajarro.

"Pues yo, sabe usted, tengo dentadura postiza desde hace 30 años y me costó 8.000 pesetas de las de entonces. ¿Usted tendrá buena dentadura, verdad, que para eso es joven?". Emilio aún no se ha repuesto del susto. Cuenta que en Sahagún, su pueblo, a ninguna señora se le ocurre hacer una confesión de ese calibre si no media con su interlocutor una amistad de años o un parentesco muy próximo.

INTIMIDADES DE AUTOBUS

Emilio no sabía que su empresa lo había destinado a la ciudad feliz hasta que no empezaron a sucederle estos episodios de desahogos íntimos en el autobús, en la frutería o en la barra del bar de la esquina. Y es que en Cáceres, en cuanto te descuidas, te cuentan un divorcio, una enfermedad, un amor o cualquier pena.

En la ciudad feliz , las señoras no dicen: "Hazme una fotocopia". Sino: "Anda, hijo, hazme una fotocopia que es para mi marido, que tiene que solicitar una baja, pero ahora está a ver al traumatólogo y no puede venir él. ¿Tú conoces a don Vicente, el traumatólogo?... Pues me extraña porque en Cáceres lo conoce todo el mundo. Sí, hombre, es ése que vive por Colón, que tiene una hija...".

No se es habitante fetén de la ciudad feliz hasta que no tienes ningún reparo en contar tus intimidades al primer tendero que te pregunte: "¿Qué tal va esa vida?"; hasta que no dominas el arte de narrar tus secretos más profundos a voz en grito en el autobús urbano y hasta que no te manejas con soltura en el arte de emplear la expresión mi niño/mi niña.

Cuenta angustiado Emilio cómo cada vez que viaja en la línea 2 del bus urbano se entera de los misterios más recónditos del alma femenina. "Un día, una señora iba contando a voces todos los detalles del aborto de su hija. Otro día, dos mujeres separadas comentaban casi por megafonía sus relaciones amorosas tormentosas y espectaculares: una, con cierto viudo de Orense que era viejo, pero rico; la otra, con un señor casado de aquí. Yo estaba escandalizado, pero miraba a los demás viajeros y cada uno iba a su bola, como si fuera normal".

Emilio no sabe que en la ciudad feliz no hay secretos y que la aspiración máxima del buen cacereño es saberlo todo de todos y contárselo todo a todos. Esta facilidad para la comunicación y el desahogo tiene innumerables ventajas. Que se lo digan si no a la funcionaria de la diputación que entró el otro día a comprar naranjas en la frutería de la Concepción y salió con un tupperware lleno de sopa de tomate.

La anécdota es muy cacereña, muy de felicidad ciudadana. La funcionaria había comprado el día anterior unos tomates. Una clienta le dijo que con ellos bien podría hacer una sopa. La funcionaria dudó sobre la receta. La clienta, que no la conocía de nada, se la dictó, le prometió una muestra y al día siguiente apareció con el tupperware tomatero.

Aunque el colmo del cacereñismo felicísimo es ese vocativo cariñoso, embaucador, exagerado y exclusivo con el que se rematan las frases por aquí. "¿Qué vas a tomar, mi niño?", te recibe la señora de la pizzería en Llopis Iborra. "¿Cuánto sacas, mi niña?", pregunta el cajero de la sucursal de Cánovas. Y cuando Emilio llama al 212121 o al 242424 para pedir un taxi, la voz más cantarina de la ciudad feliz le recuerda que ya no vive en la frígida León, sino en la cariñosa Cáceres: "Ahora mismo te envío el taxi, mi niño".