«Por el presente escrito sea notorio y manifiesto a los presentes y a los venideros que yo, el rey Fernando, por la gracia de Dios rey de Castilla y de Toledo, de León y de Galicia (…), hago carta de confirmación, donación, concesión y estabilidad a vosotros, el concejo de Cáceres, al actual y al venidero, para que perdure para siempre». Resulta emocionante leer estas palabras escritas hace ocho siglos sobre pergamino, en bellísima letra gótica, que dan inicio a los Fueros de Cáceres. Se trata del primer ordenamiento jurídico de la ciudad (nada menos), muy bien conservado, que sorprendentemente ya incluía más de 500 artículos que permiten conocer al detalle aquel concejo medieval recién conquistado a los musulmanes.

Pero no imaginen una villa al uso: Cáceres era tierra de frontera, escasa de habitantes, donde había que procurar la llegada y asentamiento de un vecindario que se arriesgaba a perder todo en una de aquellas anexiones medievales, cuando pocos tenían mucho, y muchos tenían poco. Ése era el principal objetivo, la repoblación, y por ello el rey hizo depender a Cáceres directamente de la Corona de León. Un privilegio que dio una estabilidad extraordinaria a la villa en tiempos de completa incertidumbre. Y así se consolidó y creció hasta nuestros días.

Ciudad de realengo

En este puente festivo marcado por el 42º aniversario de la Constitución Española, los fueros de Cáceres cobran especial interés. Fueros que otros pueblos exhiben y defienden, y que muchos cacereños apenas conocen. Los otorgó el rey Alfonso IX tras la conquista por las tropas leonesas de aquella fortaleza almohade llamada Qazris, el 23 de abril de 1229. «Era necesario regular cuanto antes tanto la repoblación de su gran alfoz (término municipal) como la vida de sus colonos y vecinos, por eso los fueros les dotaron de derechos y obligaciones, y declararon a Cáceres Ciudad de Realengo, para que no quedara supeditada a un señorío u orden militar», explica Fernando Jiménez Berrocal, responsable del Archivo Histórico Municipal y Cronista Oficial de Cáceres.

Aunque fueron concedidos por Alfonso IX, los confirmó su hijo, Fernando III el Santo, en 1269 mediante documento escrito, en el que añadió una decena de prerrogativas más. En realidad están compuestos por dos documentos: «La Carta de Población o Fuero Latino, y el Fuero Romanceado», detalla Jiménez Berrocal. Ambos se complementan. El primero, de origen real, «concedía tierras, casas, ganados y otros beneficios de protección y amparo, a los que estuvieran dispuestos a asentarse como vecinos y a repoblar, defender y explotar el territorio reconquistado, y a prestar y cumplir determinados servicios y obligaciones». Por su parte, el Fuero Romanceado consta de 504 artículos, «en letra gótica libraria de mediados del siglo XIII, manuscrito en pergamino, encuadernado en tabla y forrado de piel. Regulaba la convivencia de las gentes que habrían de poblar la ciudad», subraya Fernando Jiménez Berrocal.

El rey concede la villa a sus pobladores, con sus ríos, fuentes, montes, pastos, poblados, fortificaciones y minas

Y así, gracias a los fueros, es posible meterse de lleno en el concejo medieval que fue Cáceres, en sus oficios, ferias, ganados, relaciones sociales, normas de propiedad, etcétera. La edición facsimilar publicada en 1998 por un equipo de especialistas coordinados por Matilde Muro lo hace más accesible. De modo que conocemos la transcripción de párrafos clave, como aquel en el que el rey concede «esta villa de Cáceres a sus pobladores, con todos sus términos, ríos, fuentes, montes, pastos, poblados, fortificaciones y minas de plata, hierro o cualquier tipo…».

Prohibido enajenar bienes

Y en virtud de aquel pacto jurado entre el Rey y el concejo, de lealtad mutua, por el cual se otorgaron los fueros, Cáceres habría de permanecer por siempre unida a la Corona de León. A cambio el rey reconoció a cada vecino «sus casas, heredades, huertos, molinos, alcaceres…». Prohibía expresamente que sus bienes fuesen enajenados por órdenes religiosas o militares. Y en cuanto a la urgente repoblación de las tierras, dio la siguiente prerrogativa: «Cualquiera que viniera a poblar Cáceres, cristiano, judío o moro, libre o siervo, que venga seguro y que no responda de enemistad, deuda, fianza, mayordomía (…) o cualquier otra cosa contraída antes de la toma de Cáceres». Es decir, se le perdonaban sus faltas anteriores.

Para mantener el control sobre el territorio, el rey prohibía constituir nuevos pueblos dentro de los términos del concejo sin su consentimiento. Tampoco que existieran más palacios (así llamados) que el suyo y el del obispo. «Todas las demás casas de ricos o de pobres, de nobles o de innobles, tengan el mismo fuero y caución», decía el Fuero Latino. Además se eximía a los cacereños del montazgo (tributo por el tránsito de ganado) y de peaje «acá del Guadiana». Curiosamente, todos los vecinos en propiedad de un «caballo apto para la guerra» estaban libres de impuestos. Eso sí, podían ser llamados a combate.

El rey prohibía constituir nuevos pueblos dentro de los términos del concejo

Hay disposiciones tan curiosas como la que dice: «Todo el que en Cáceres falleciere, o le mataren, que en Cáceres sea enterrado». Se deduce que el homicidio no debía entenderse como algo excepcional. «También mando al concejo que haga feria durante los últimos quince días del mes de abril y los quince días primeros del mes de mayo», escribe el rey. Además otorga inmunidad a las casas de los clérigos que tuviesen iglesias en Cáceres por concesión real.

Asimismo, se prohibía al concejo acudir «a juntas y reuniones con otras poblaciones más allá del puente de Alconétar, y después, cuando fuesen recuperados estos castillos, hasta Trujillo, Santa Cruz y Medellín».

Iguales... pero no

El Fuero Romanceado entra ya en el articulado que regula más concretamente la vida dentro de la villa. Cuenta el historiador Julián Clemente Ramos, autor de ‘La sociedad en el Fuero de Cáceres (siglo XIII)’, que de él se deduce la organización social de aquel concejo del Medievo, con estratos sociales completamente diferenciados. En principio, la responsabilidad penal era igual para todos los vecinos, «fueran nobles o plebeyos», recoge el fuero. De hecho, el que infringiera la Carta de Población tenía una pena divina y otra humana: «Que se desate de lleno contra él la ira de Dios omnipotente, que me pague 1.000 aureos en caución y repare doblado el daño que por ello provocará al citado Concejo de Cáceres», estableció el rey. Por cierto, los pirómanos acababan en el fuego atados de pies y manos.

Pero en la realidad, como indica el estudio de Pedro Lumbreras Valiente (‘Los fueros municipales de Cáceres. Su derecho privado’), estos mismos documentos dejan clara las diferencias entre pobladores, vecinos, moradores, aldeanos o albarranes. La sociedad estaba dividida, recuerda Julián Clemente, según la religión, el nivel económico, la residencia y el prestigio. Junto a los cristianos, aparecen dos minorías, judíos y musulmanes, que no estaban integradas institucionalmente en el concejo ni tenían ningún protagonismo. Mantenían una «profunda incomunicación social» y se prohibía que las distintas etnias mantuvieran relaciones sexuales. «Mientras que la población árabe quedaba prácticamente en estado de esclavitud, el fuero cacereño daba a los judíos un trato más benevolente que el de otras villas, dentro de su exclusión», recuerda Fernando Jiménez Berrocal.

Se prohibía que las distintas etnias mantuvieran relaciones sexuales

La economía, junto con la religión, era el elemento diferenciador más importante en Cáceres. Dentro de los cristianos existían tres grupos, siempre según el estudio del fuero que realiza Julián Clemente: la oligarquía local, el campesinado pechero o vecinal, y el sector proletarizado (no tenía nada y trabajaba para el resto). Por ejemplo, la posesión de bueyes marcaba una diferencia sustancial. La oligarquía se caracteriza por su escasa o nula contribución a la renta feudal y a la producción de bienes. Se dividía entre la caballería villana popular y el clero.

Había además una división horizontal por géneros: la mujer estaba discriminada en cualquiera de los estratos sociales, aunque lógicamente algunas vivieran mejor que otras. Las cacereñas alcanzaban la mayoría de edad a los 15 años, como los hombres, pero ellas comenzaban entonces el camino que le marcaban sus familiares, incluida la persona con la que debían casarse. Estaban dedicadas a la casa y apenas tenían peso público. De hecho, la violación era una mancha para la familia más que un daño para la propia mujer, y solo se castigaba con multa.

El fuero cacereño reconocía y regulaba la figura del esclavo: formaba parte del patrimonio de su señor, que disponía de él a su arbitrio. También se contemplaba que ciertas enfermedades podían incapacitar a las personas para algunas obligaciones civiles, administrativas, procesales o militares.

¿Quién podía ser vecino?

En cuanto a la condición de ‘vecino’ de Cáceres, Julián Clemente recuerda que se adquiría únicamente por nacimiento o por la residencia continuada en el concejo, exigencia a la que había que sumar la posesión de una casa poblada.

Los cultivos más habituales en la época, según se desprende del fuero, eran trigo, cebada y centeno, junto con algunos productos hortícolas y vitícolas, lino y árboles frutales. Julián Clemente Ramos incide en la importancia del sector ganadero por su peso en aquella tierra de frontera, donde las reses tenían una movilidad más rápida que otros sectores.

La oligarquía cazaba mediante la cetrería, los pobres con perros, cepos y trampas

Había actividades menores como la ‘colmenera’, la pesca y la caza. Esta tenía dos vertientes: una ligada a la preeminencia social (la cetrería, con halcones y gavilanes), y otra como forma de llevarse algo a la boca o de ganar dinero (con perros o con trampas y cepos).

Ropa áspera y barata

La artesanía ocupaba un papel menor en las ciudades fronterizas y los gremios estaban prohibidos porque invadían los intereses de los grupos dominantes. Molineros, panaderos, carniceros, taberneros, zapateros, curtidores, peleteros, herreros o caleros garantizaba los productos fundamentales a Cáceres. La actividad textil evidencia que entonces se utilizaban telas bastas y a bajo precio: estopazo, sayal, marfaga…

De todos los productos, el pan era un bien fundamental, el eje central de la alimentación. El fuero impedía su acaparamiento y limitaba la cantidad que se podía comprar cada día.

Los juicios se prohibían en jueves y domingos, y había ferias en abril y mayo

La Asamblea Concejil detentaba las más diversas atribuciones. Los alcaldes concentrada la mayor parte de los cargos municipales y tenían incluso funciones judiciales. Eso sí, los juicios de la villa quedaban prohibidos los domingos y los jueves, antes de misa y después de vísperas. Existía la posibilidad de elevar un recurso al rey si no gustaba la sentencia, pero siempre para asuntos de una valía superior a los 10 maravedís.

Voceros, jurados, mayordomos, escribanos, montaraces y andadores completaban el crisol de cargos de un concejo que comenzaba a prosperar. Luego la nobleza levantaría sus casas fuertes y el clero sus grandes templos, pero esa ya es otra historia…