Los «celtíberos» hemos sido desde hace siglos gentes de costumbres y diversiones populares caracterizadas por el riesgo, el derramamiento de sangre y la brutalidad manifiesta contra nuestro «tótem» ancestral: el «uro» - el toro salvaje - que «adornaba» a nuestros ancestros protohistóricos con cualidades muy destacadas, como la ferocidad en su caza, el riesgo y la diversión en sus embestidas y ataques - si lograban zafarse de ellos - y abundantes secreciones de «testosterona» y «adrenalina paleolítica» a los jóvenes guerreros, arrojados e inconscientes, que se enfrentaban a él en carreras y corridas; sin prever las consecuencias que unas u otras, en caso de fallar, provocarían en sus cuerpos. El esquivar cuernos o saltar sobre ellos, ha dado siempre en nuestro país una aureola de «machismo» que perdura en nuestro siglo, aún después de muchos años de civilización (?).

Sin duda, tanto los laboriosos iberos, como los osados celtíberos o las demás tribus y clanes que poblaban la Península, en las primeras secuenciad de nuestra historia, tuvieron otros juegos, ritos, bailes y costumbres más sosegados y armoniosos, que ejecutaban adornados de flores silvestres, aderezos de metal, de gemas brillantes y vestidos de pieles.

Pero, al parecer, nunca estos festejos coloristas y pacíficos de cantos y danzas, en los que sin duda participaban hombres y mujeres, lograron desterrar aquellas atávicas costumbres de violencia y muerte -solamente reservadas para los hombres - que habían exigido las divinidades más crueles del «paganismo”»rural.

Posiblemente, los romanos - herederos culturales de los etruscos - portadores también de costumbres crueles y sangrientas, como las luchas de gladiadores - vieron y adoptaron este «folclore» taurino de las gentes «celtíberas»; incluso reforzando su bestialismo con los cultos persas a Mitra: el dios Sol que sacrificaba un toro, dentro de una cueva, en la noche del solsticio de invierno, para fertilizar con su sangre el nacimiento de «Apollo» - «Solis Invictus» - con el que se iniciaba el nuevo año.

Rememorar actualmente todas estas tradiciones «paganas» de los pueblos y culturas del Mediterráneo Oriental, llegadas a la Península con los propios «iberos», no nos obliga a repetirlas - año tras año - con mayor ferocidad si cabe, en nuestra España actual - repitiendo «corridas», «vaquillas de aguardiente», «bous a la mar», «toros enmaromados», «toros de San Juan» o de «San Fermín» - el Santo Obispo de Pamplona que murió, precisamente, despedazado por un toro. Al igual que San Sernín, Obispo y Mártir también de Tolosa - Toulouse, en Francia - en donde se le venera en una ermita prerrománica.

Es triste y lamentable que durante todo este largo y caluroso verano, que acaba de terminar, hayan muerto “por asta de toro” tantos jóvenes - incluso hombres ya entrados en años - que han sido embestidos, desangrados en plena calle, corneados y brutalmente heridos en actos y actividades muchas veces condenadas y excomulgadas por varios Papas; prohibidas por reyes y leyes de nuestro pasado histórico. Pero que los Ayuntamientos de ciertos pueblos y ciudades, programan todavía con fría crueldad, para mantener la tradición de atávicos ancestros, ya olvidados; que fueron los más primitivos y salvajes.

Quizá los responsables de estas muertes, desgracias y desdoro cultural no sean solo los responsables municipales ni los vecinos que se lanzan al «ruedo» a correr y saltar delante de los toros; sino los que provechan la ignorancia y el «atavismo» de unos y otros para montar sustanciosos negocios y jugosos beneficios con las cornadas ajenas.

Más útil sería que las «Ferias y Fiestas» se organizaran sobre eventos culturales o deportivos; sobre conciertos y recitales o con festivales de teatro y creación plástica, que a base de «sacrificios humanos» para satisfacer las exigencias paganas de algún «tótem» ancestral. San Fermín debió ser, en tiempos de Roma, la última víctima de los toros de Pamplona.