Parece que uno de los mayores problemas que impiden avanzar a nuestro país es el problema de los presupuestos. Presupuestos que deben prever anualmente los recursos económicos para poder financiar los gastos que tienen los diversos ministerios, direcciones generales, comunidades autónomas, diputaciones provinciales y municipios para garantizar los complejos servicios públicos que exige un nivel de bienestar aceptable, dentro de la que podemos considerar una nación moderna, desarrollada y de alto nivel cultural.

Pues en la actual Constitución, que es donde se recogen todos estos Derechos Ciudadanos, los padres redactores de la Carta Magna se volcaron con mayor entusiasmo en establecer los estipendios y compensaciones que debían ‘premiar’ el trabajo de sus señorías en el Congreso y en el Senado, y los aforamientos y privilegios que les evitaban los ‘sofocos’ de ser imputados por sus propias ‘anomalías legales’; que fijar los asientos presupuestarios que garantizasen recursos financieros para que aquellos Derechos no fueran ‘papel mojado’ y tuviesen efectividad en la vida de los españoles.

La práctica posterior - la ‘real polític’ celtibérica de los gobiernos posteriores - ha venido a demostrar que estas previsiones presupuestarias quedaron reducidas a la ‘buena voluntad’ de los respectivos ministros, o a la posibilidad de conciertos, acuerdos privados para gobernar o promesas futuras de una acción política adecuada para los intereses de los ‘patrocinadores’ del bien común.

Pues el derecho a una vida familiar digna, a una vivienda acogedora, a un trabajo y una retribución suficiente; a una sanidad pública y una enseñanza general obligatoria y gratuita; con varios otros derechos encaminados a garantizar un estado de bienestar a todos los compatriotas, eran solo spots publicitarios de propaganda electoral, y no promesas firmes de partidos y candidatos para elevar el listón de los derechos y libertades ciudadanos para homologarnos al resto de los ciudadanos de la Unión Europea.

O, en último caso, quedaban subrogados a unos ‘buenos acuerdos de legislatura’ entre los partidos políticos afines para mejorar las condiciones de su mutua colaboración, o el número de clientes que podrían beneficiarse de estos acuerdos.

En este mes de diciembre celebramos el cuarenta aniversario de aquella Constitución con la alegría lógica de que haya sido - hasta hoy - la más larga y duradera de todas las que ha tenido nuestro lacerado país; pero con la amargura de que aquellos horizontes de esperanza, de estabilidad, de honradez y de bienestar con los que votaron los españoles aquel 6 de diciembre de 1978, hayan quedado sensiblemente reducidos y tergiversados por los programas de absurda austeridad, de ultra liberalismo desatado y de arrebatiña generalizada entre los políticos y sus clientes más cercanos, que tanto han acercado a esta Constitución a aquella otra de 1876 - la Restauración Monárquica de Cánovas del Castillo- que hizo de España un ‘paraíso de caciques’, de corrupción, de analfabetismo y de pobreza, al que poco a poco ya nos vamos pareciendo ahora.

Un principio básico de la evolución de los organismos vivos establece que ‘todo órgano que no sea correctamente utilizado, termina por atrofiarse; solo aquellos que se mueven y evolucionan se perfeccionan y crecen’. La sociedad española es un ‘organismo vivo’ que se rige por los preceptos constitucionales; y para que éstos crezcan y se desarrollen ha de ser utilizados en las gestiones gubernativas. Si no es así, se irán atrofiando, inutilizando y corrompiendo, hasta que toda la Constitución se convierta en ‘papel de envolver’, como los periódicos viejos. Como muchos españoles sienten que ya está ocurriendo.

El desencanto por la democracia, que establecía la Constitución, es ya más que notable en muchos sectores de la población.