Narciso Mangut Gaspar y Vicenta López vivían en el número 53 de la calle Caleros y tuvieron cinco hijos: Baldomero, Eugenia, Antonio, Margarita y Manuel. Narciso fue el primero en iniciar el negocio de los hornos de la cal, un negocio que en Cáceres fue muy próspero y que dio de trabajar a muchos cacereños. Baldomero, uno de los hijos de Narciso, casado con María del Carmen Marcelo Durán, fue quien heredó ese horno. La pareja vivía en San Francisco y tuvo otros cinco hijos: Manuela, Agustín, Baldomero, Joaquina y Pilar. Baldomero, hijo de Baldomero, se encargó finalmente de la empresa que cerró hace algo más de 25 años.

Los hornos de la cal eran industrias que utilizaban la roca caliza extraída de canteras cercanas para obtener por calcinación cal blanca y cal morena empleada especialmente para la construcción, empresas florecientes que empezaron a decaer con la llegada de las primeras cementeras. Había canteras por el camino de Maltravieso, en lo que hoy es Moctezuma, y también cerca del Marco. En ellas trabajaban los pedreros. Pedreros había muchos, de Cáceres y de Arroyo sobre todo; estaban Los Pintaos, El Cano, El Garrula, El Picardías, Loreto, Emeterio, Eduardo...

Los pedreros se dedicaban a hacer los barrenos con una barra de acero que se metía entre las rocas hasta atravesarlas. Para ello se utilizaban grandes martillos con los que se golpeaba hasta conseguir un agujero suficientemente grande que diera cabida al barreno. Una vez dentro, el barreno se rellenaba con dinamita, se ponía el detonador, la mecha y, ¡zaca!, la piedra se partía. Algunas piedras salían disparadas, para sacar otras había que utilizar palancas y a las que no terminaban de partirse se les ponía leña, se encendía fuego y con el calor acababan por abrir.

Una vez seleccionadas, las piedras debían trasladarse a los hornos de la cal, repartidos por toda la ciudad: Gómez Saucedo, Viuda de Rodríguez (que eran los de Plató), El Brigada, El Tranquilo, Juan José, Luis Avila, los hornos de San Antonio, los de la Labradora, los del ayuntamiento, los de don Emilio Villar que era jefe de Correos... En Las Minas estaban El Miajadeño, Luis El Caimán, Mariño, Salgado, La Higuera, José Albuquerque Da Silva El Portugués (suegro de Pablo Expósito), El Peloto en El Marco, El Señorito, El Sapillo que estaba en la carretera de Miajadas donde está el Udaco, Requejo... y muchos más.

35.000 kilos de cal

En cada uno de esos hornos trabajaban al menos seis obreros fijos, más los eventuales: el carretero, dos cocedores y los tres que se iban a la cantera. Los Mangut tenían su horno en el camino de Maltravieso. Como el resto, al principio las piedras se cargaban en burros desde la cantera hasta el horno. De tantas veces como los burros recorrían el camino acababa formándose una vereda que los animales atravesaban solos a diario sin necesidad de ser guiados. También se usaban los burros para servir la cal a domicilio, o para llevarla a la estación de trenes. Luego llegaron los carros y después los camiones.

Los hornos de la cal estaban hechos con cantería alrededor, eran unas estructuras en forma de cuba que llevaban una enramá en la parte superior para evitar la entrada del aire durante la cocción, y terminaban con una bóveda de ladrillo a rosca en forma de techo.

El proceso de cocción de la cal era largo y sacrificado. Hasta las puertas de los hornos llegaban los burros y carromatos cargados de piedras. Las más grandes se ponían en el centro, y a los lados, junto a las paredes, las más pequeñas, llamadas también matacanes. Se colocaban una a una en forma casi piramidal, hasta llegar arriba, donde ponían la grava. Seguidamente, a las puertas del horno se disponían cuatro piedras, una a cada lado a modo de túnel y encima otras dos, así se conformaba una especie de sobre por el que se metía la leña: jara, tomillo, retama, lentisco, brezo, albolaga, ramas de olivo, de alcornoque y hasta orujo.

Terminada la colocación, proceso en el que se empleaba de uno a dos días, el horno se sellaba con barro y comenzaba lo más importante: poner a arder toda aquella piedra, 74 horas al pie de unos hornos de los que salían nada menos que 35.000 kilos de cal. Los obreros trabajando de día y de noche, a temperaturas extremas que les doraban la piel para siempre y que sudaban tanto que camisas y pantalones se ponían de pie al acabar cada jornada. Y al llegar a casa, heridas por todos los dedos, por todas y cada una de sus hendiduras. Sentados entonces en el sillón al lado de la esposa paciente que curaba las llagas con gasas y esparadrapos. Hombres anónimos que levantaron el negocio más grande de esta ciudad.

Muchos de esos hombres también trabajaban en las minas de Aldea Moret, salían de los pozos a las seis de la madrugada, desayunaban y a las ocho se iban a los hornos de la cal hasta la hora de comer, después se echaban un rato y por la noche, vuelta a la mina, y así un día tras otro, sin sábados ni domingos.

Terminada la cocción había que sacar la cal del horno, subirla en los burros, en los carros o en los camiones y llevarla a la estación para embarcarla en las plateas, que eran unos vagones sin techo ni laterales donde se apilaba la cal y se enviaba a su destino.

Hasta los hornos llegaban muchos cacereños alertados por las propiedades curativas de la cal, especialmente los enfermos de tosferina, que aspiraban el humo y notaban sus efectos inmediatos. La cal también se buscaba como desinfectante: la echaban en los hogares cuando alguien había muerto de tuberculosis, cerraban entonces puertas y ventanas y a los pocos días: todo limpio. Muchos ganaderos utilizaban la cal para acabar con las sanguijuelas que se reproducían en las charcas y que eran peligrosísimas para las bestias. También era muy habitual vender por la calle el asperón, que era el polvillo que salía de los barrenos, se echaba al estropajo y era ideal para eliminar el óxido de sartenes y cazuelas.

Baldomero Mangut y María del Carmen, primeros herederos del horno de la cal que fundó su padre, Narciso Mangut, vivían en el número 12 de la calle San Francisco en una casa de dos plantas, con patio, corral y cuatro cuadras, una de ellas para 12 bestias, las otras para tres o para cuatro si eran bestias borriqueras (que eran las bestias más pequeñas). En San Francisco vivían Agustín Machacón, que tenían carpintería, estaba el autoservicio de la señora Cloti, el señor Vicente el del comercio, Justo, la tía Natalia, el tío Bartolo, que era pedrero, y el tío Julián, que era guarda rodal, vamos de esos que vigilaban las fincas y velaban para que nadie robara las siembras.

En San Francisco también vivían Pepe Muriel, que fue chófer del alcalde, Emilio Gutiérrez que estaba en el taller de Contiñas, Manolo Gómez El Churrero, el tío Juan Francisco que era maletero, el comercio de Rosi, el tío Fausto e Isidro. En el barrio había dos fábricas de harina: la de don Antolín y la de García Casillas, y la escuela de los cagones de la señora Josefa que estaba en la calle Consolación. Luego estaban el bar de Rojas, el de Agustín y el de Carli, donde tu padre te mandaba a echar la quiniela, que tenía una especie de sello que había que pegar con la lengua hasta que llegaron aquellas esponjitas con las que se mojaban los sellos para evitar el terrible sabor del adhesivo en la boca.

El 'gran Mangut'

Baldomero, el hijo de Baldomero Mangut, fue al colegio San Francisco y al Paideuterion de la Concepción con la señorita Juanita Rodríguez. En el Padu también le dieron clase don Diego y don Antonio Ruiz Cuadrado. Baldomero era tan buen estudiante que don Antonio lo llamaba el 'gran Mangut'. Pero el gran Mangut no pudo estudiar porque su hermano Agustín, que para entonces ya estaba en el horno, se tuvo que ir a la mili y como en la mili antes te tirabas tres años, Baldomero padre necesitaba a Baldomero hijo para que le llevara las cuentas y le escribiera las cartas para los pedidos...

Baldomero hijo era un muchacho avispado que dominaba la contabilidad sin ser contable y que además se le daban bien las letras, tan bien que a su hermano Agustín le escribía las cartas para la novia que tenía en Aldeacentenera, que antes Aldeacentenera te parecía que estaba lejísimos pues decían que allí no existían ni los pájaros.

Baldomero conoció a Celestina García Sierra cuando el joven acudía a la estación a llevar la cal. El padre de Celestina, Manuel García Moreno, era factor de Renfe y vivía por ello en las inmediaciones de la estación, donde también residían muchos ferroviarios, maquinistas, guardafrenos... Celestina iba y venía de casa a la estación y un día de aquellos sus vidas se cruzaron. Paseaban por Cánovas, iban al Norba porque en el Capitol, donde Concha estaba de taquillera, había que dar propina y en aquella época no todos los bolsillos podían permitirse ese lujo.

La boda se ofició en la Preciosa Sangre. Los casó Casiano, que luego se salió de cura. A Baldomero le hicieron el traje en la sastrería de Pepe Yerpes, que estaba en la plazuela de La Soledad. Lo celebraron en la Caseta de la Exposición, con menú servido por Mercantil. De luna de miel marcharon a Madrid, Zaragoza y Sevilla, un recorrido que hicieron en Automotor, que entonces era como el AVE, y que a Celestina, por ser hija de ferroviario, le salía gratis. La pareja vivió también en San Francisco y tuvo tres hijos, a los que todo el barrio llamaba los calerinos a tenor del negocio de su padre. Vicente e Ignacio, que eran mellizos, y David, el más chico, vivieron de cerca el duro trabajo de su padre, que antes lo fue de su abuelo y en sus orígenes de su bisabuelo.

Baldomero y Celestina ya tienen cinco nietos: Alejandro, Víctor, Jimena, Adriana y Gema, y han pasado más de 25 años desde que aquel primer horno de la cal que fundara Narciso Mangut se cerrara para siempre. Aquel horno y su cantera donde trabajaban jornadas interminables, donde se doraron la piel y se llenaron de llagas. Aquel horno de carreteros, cocedores y pedreros, remedio de la tosferina y ataúd de la tuberculosis, ejemplo de entrega y sacrificio de decenas de hombres anónimos que, como Baldomero y sus 'calerinos', un día levantaron el negocio más grande que tuvo esta ciudad.