Dorotea Rodríguez Dorado se casó con Valentín Villegas Cortés. Los dos eran de Ceclavín, él trabajaba en el campo y ella hacía matanzas en su casa; tantas hizo que un día pensó que sería buena idea dedicarse a la venta de carne, así que se subió a un burro y, como era tan hábil negocianta, comenzó a recorrer los pueblos de alrededor: iba a Piedras Albas, Alcántara, Zarza la Mayor, Aceúche, donde con éxito daba salida a toda la mercancía... En la parte más alta de su casa disponía Dorotea de una habitación donde guardaba los aperos de un negocio que marchó bien hasta que un día mató un cerdo con triquina. No tardó en llegar de Cáceres el capitán Luna, quien ordenó quemar toda la cabaña ante el temor de posibles contagios. De modo que Dorotea y Valentín se quedaron con una mano detrás y otra delante, y decidieron que lo mejor era venirse a la capital para emprender una nueva vida.

Aquella misma tarde se montaron en una furgoneta junto a sus entonces cinco hijos: María, Robustiano, Paqui, Juani y César, que con tan solo 1 año era el pequeño de la casa. En la furgoneta metieron los colchones, la ropa, las cosas más necesarias. Aquel vehículo los dejó junto a la plaza de toros y allí, al lado del arandel, pasó la familia la noche entera. Al amanecer, Dorotea, ni corta ni perezosa, fue a hablar con el capitán Luna, que entonces era toda una institución en Cáceres, y le pidió ayuda.

El capitán vivía en la calle que lleva su nombre. Enfrente de su casa tenía un corralón grande, al que Luna entraba con chanclones de madera porque allí guardaba las gallinas. Una parte del corralón estaba libre, así que dentro se metieron los Villegas. Coincidió que durante aquel tiempo enviaron preso al capitán Luna, eran los años previos a la guerra y en la ciudad se producían constantes revueltas. Dorotea, a instancias de la mujer del capitán, llevaba colchones a Luna para hacer más llevaderas sus noches en la cárcel. Cuando al capitán lo sacaban de la penitenciaría, allá que iba Dorotea en busca del colchón, que tenía que depositar de nuevo en la cárcel cada vez que a Luna volvían a enchironarlo.

Entre tanto trasiego de colchón, Dorotea quería ganarse la vida, así que aprovechaba su estancia en el corralón de Luna para vender castañas asadas y churros mientras sus pequeños jugaban junto a las hijas del capitán: Ascensión, Victoria, que tocaba muy bien el piano, y otra que era la mayor.

Los Villegas permanecieron en el corralón hasta que la señora Paula, que era una parienta de Ceclavín y que tenía un estanco en La Conce, les dio una habitación. Poco después se trasladaron a la calle Nueva, en la que ya disponían de un cuarto más grande al que Dorotea puso hasta cortinas. Para entonces había estallado la guerra, los pequeños vieron desde la calle Nueva pasar los aviones que bombardearon la ciudad, les dio tiempo a contarlos antes del brutal estallido que dejó casi en ruinas una casa que estaba detrás del Instituto en la plaza de San Jorge y que Dorotea aprovechó para comprar con el dinero que tenía ahorrado. De esa casa habían quedado en pie dos dormitorios, los Villegas levantaron cuatro más y montaron allí su nuevo hogar.

En aquel tiempo ya había nacido la sexta hija de la pareja: Pauli. Pasó el tiempo y Dorotea se puso a trabajar en el mercado del Foro de los Balbos, donde alquiló dos casillas en las que vendía cafés y dulces que sus hijas preparaban en casa y luego llevaban a cocer al horno de la calle Hornillo, al que entonces iba muchísima gente en Cáceres. Dorotea vendía mantecados, perrunillas, toda clase de exquisitas dulzainas mientras su marido, Valentín, estaba empleado en las minas de don Segismundo Moret.

Pero Dorotea no podía quedarse solo ahí. Ella era una persona inteligente, emprendedora, con un afán de superación impropio de las mujeres de la época. Fue entonces cuando alquiló en la calle Andrada, esquina con Ríos Verdes, la planta baja de un edificio en cuyo primer piso estaba el Juzgado de Instrucción y en la parte de arriba había una pensión. Fue allí donde Dorotea inició el trabajo que con el tiempo tan pingües beneficios le reportaría: el del estraperlo.

En aquel local vendía Dorotea de todo, especialmente comida, que era lo que más se demandaba entre tantas penurias como pasaban los cacereños. Un día en un registro le requisaron a Dorotea 5 litros de aceite, y le encasquetaron una multa de 3.000 pesetas. Como no podía pagarlas la metieron en la cárcel. Ya habían nacido sus últimos dos hijos, Mariano y Rosi, que sumaban en total una prole de ocho vástagos. Acompañada por sus pequeños, Dorotea ingresó en prisión un día de Reyes, así que como no le dio tiempo a comprarles los regalos, los responsables de la cárcel se encargaron de la compra. En aquellos años en la cárcel eran muy dadivosos con los niños, poco acostumbrados a juguetes porque antes no era como ahora que a los niños les regalan medio Carrefour, antes eran unos Reyes humildes que a bordo de sus camellos traían no más que una onza de chocolate, una pastillina de café o, como mucho, una muñeca de cartón y una maquinita de coser.

Pero los de la cárcel, ablandados ante el drama, solían estirarse con los regalos, así que cuando el resto de los hijos de Dorotea acudieron a visitar a sus hermanos se morían de envidia al ver lo afortunados que Mariano y Rosi habían sido ante tanto juguete como los de Oriente habían dejado en su celda.

Quince días después, cuando Dorotea consiguió las 3.000 pesetas, salió de la prisión de Pinilla y continuó con aquel negocio del estraperlo que iba viento en popa. Dorotea era una mujer avispada que sabía aprovechar sus contactos e influencias, tanto era así que ante cualquier posible registro, desde Hacienda avisaban a Dorotea, que rauda subía al juzgado y bajo la mesa del juez de turno escondía la mercancía para despistar a los inspectores.

Las cosas marchaban tan bien a Dorotea que muy poco después alquiló en Ríos Verdes un local situado en un rinconcito de la Fonda La Española (actual hotel Castilla). Así fue como empezó El Rastro, la tienda que más fama dio a Dorotea de Villegas. El Rastro era un lugar de unos 60 metros cuadrados en el que se podía comprar y vender de todo. Eso sí, cuando Dorotea se olía que alguno de aquellos productos era robado (un reloj o una joya casi siempre) daba conveniente aviso a la policía, que de improviso se presentaba en el negocio y a más de uno detuvo in fraganti.

Dorotea siempre estaba en la calle, haciendo negocios u ojo avizor a las subastas de Hacienda, mientras sus hijos colaboraban en el mantenimiento de la gran empresa familiar. Todos ayudaban a la compraventa de pasta de dientes (entonces muy escasa), ofrecían aceite y cajas y cajas de Ceregumil, o cosían las ropas que se vendían para los soldados. Los Villegas compraban muchas telas en Portugal, café en Valencia de Alcántara..., la gente sacaba dos o tres kilos de lana de sus colchones que canjeaban por dinero o por comida en aquel Cáceres de crisis verdadera.

La familia pudo adquirir una casa en Ríos Verdes. Sus vecinos siempre ayudaban cuando llegaban los registros. "Aquí entran las cosas por camiones y luego no encontramos nada", decía uno de aquellos policías que frecuentaban El Rastro con intención de poner freno el mercado negro. Y es que los Villegas se apremiaban en esconder la mercancía en casa de algún vecino o bajo el suelo de madera del desván de la casa, donde nunca se levantaban sospechas.

Las cosas le iban más que bien a Dorotea, que había metido dos o tres mujeres en casa para que se encargaran de las tareas del hogar y a otra para que se ocupara de la cocina. El negocio de El Rastro era ya imparable, toda una procesión de soldados en busca de su traje. Los Villegas iban y venían a Madrid donde recogían la ropa para los quintos, llegaban cargados de cinturones, pantalones, chaquetas, botas, gorros... Nada se les resistía.

La audaz Dorotea quería seguir creciendo, así que se dedicó a comprar casas, compró una en la calle Trujillo, donde le puso unas vacas a su marido para se ocupara de ellas, luego la derribó y la cedió a sus hijos cuando fueron casándose. Pero compró muchas más, las adquiría, las reformaba o les lavaba la cara y las vendía después. El oro también fue su aliado: lo conseguía a buen precio y luego lo vendía en la joyería que el juez don Simón Rodas tenía en Pintores, o en casas como la de don Juan Ordóñez.

Los hijos de Dorotea continuaron años después el imperio montado por su matriarca. Robustiano puso la tienda de ropa y pantalones que ahora llevan sus hijos en Roso de Luna y el pasaje comercial Cánovas; César la de muebles de la plaza Marrón y Paqui la droguería de la calle Roso de Luna.

Paqui se casó con Victoriano García Rentero, que cuando aún no había cumplido los 14 se puso a trabajar en la farmacia de Ezponda y luego en Mendoza, hasta que le avisaron de que la botica que Frasquere tenía en La Concepción la iba a coger Primitivo Torres. Victoriano fue también representante hasta que junto a su esposa se encargó de la droguería familiar, un local inolvidable para muchos cacereños con su puertita, su escaparate, y dentro, dos mostradores y montones de estanterías cargadas de lejías, colonias o barras de labios. El matrimonio tuvo tres hijos: Francis, Vitín y Santi.

Respecto a los otros hijos de Dorotea: María se casó con Fernando Espada, que trabajaba en la Eléctrica, Juani casó con Pepe, que llevaba los coches de línea de Valencia de Alcántara, Pauli se marchó a vivir a El Escorial y Rosi se hizo monja. Mariano fue el heredero de El Rastro, una tienda que gestionó hasta que cerró para instalar luego en la calle Margallo, más allá del Capitol, una tienda de muebles.

Los Villegas. toda una saga comercial, continúan la estela de negocios que inició Dorotea y hoy han dicho adiós a Paqui, que ha iniciado su viaje pero a la que no olvidaremos nunca.