Se conocieron hace 66 años y se casaron hace 61. Desde entonces no se han separado, hasta ahora. Alfonso Muriel Colina nació el 23 de mayo de 1932 y Virginia Niso Porras el 9 de marzo de 1937, toda una vida juntos, un matrimonio de felicidad con tres hijos: Alfonso, Mariví y Julio. Los achaques de la edad los llevaron primero a una residencia de Villafranca de los Barros. En noviembre pasado Virginia consiguió plaza en la Cervantes de Cáceres y en febrero se la dieron a su marido. Pero cosas de la burocracia: a ella le habían concedido la ley de dependencia; él, a pesar de haberla solicitado, sigue a la espera, de manera que Virginia está en la habitación 126 de la primera planta (la de dependientes) y Alfonso, en la 323 de la tercera (la de válidos).

Se ven durante el día, para comer o cenar, cuando comparten pequeños ratos en las áreas comunes del centro. Al llegar la noche, cada uno toma rumbo a su cuarto. La situación está afectando psicológicamente a Alfonso. Lo explican sus hijos: «Mi padre echa de menos a mi madre; ellos no entienden lo que está ocurriendo». Lo corrobora también una de sus sobrinas: «Mi tío, que tiene 88 años, dice que él se casó con su esposa y que prometió unos votos: ‘en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe’. Ha llegado a hablar incluso con algunos curas», pero la solución, esta vez, no depende del Altísimo sino de la administración. «Siempre me prometí cuidarla y ahora llevamos un año separados», cuenta hundido a su familia, a la que ve a través de una verja por las restricciones y distanciamiento social que impone la pandemia, una de las últimas ocasiones fue cuando una de sus nietas hizo la comunión, que llevaron a la pequeña para que el abuelo pudiera verla en la distancia.

«Hemos echado la solicitud dos veces, porque mi padre se cayó y se dislocó el hombro. Le dieron el alta, pero el tema es que ayer se volvió a caer. Su habitación es para verla, tiene un cuarto de baño estrecho, con poca iluminación. Confiamos en que el Sepad lo valore y que haga los trámites para que puedan estar juntos. Mi madre tiene reconocido el segundo grado de invalidez, va en silla de ruedas, pero quieren estar juntos y no comprenden por qué un papel se lo impide», cuenta Alfonso.

«Los pobres están luchando mucho para conseguirlo. Se lo piden a las auxiliares, a la directora, de ellas no depende. Ellas no pueden hacer nada, pero ciertamente estamos viviendo una situación muy inverosímil», añade su hijo.

La lucha

Han llevado una vida de trabajo, como la de tantas familias cacereñas: ella, ama de casa; él trabajaba con los autobuses en líneas regulares, luego con camiones de carga y descarga y después en Ambulancias Cacereñas hasta que se jubiló. «Mi padre está mal, trata de pasarlo de la mejor manera posible, pero lo único que pedimos es que puedan estar los dos juntos en la misma habitación».

Su hija Mariví se expresa en el mismo sentido: «No dormir a su lado le conlleva un gran problema psicológico. En la residencia de Villafranca de los Barros estaban los dos juntos, aquí no ha podido ser. Queremos que se atiendan mutuamente. Vemos que mi padre no es capaz de recuperarse, no tiene rehabilitación. La llegada de la noche les trastoca mucho a los dos».

Y es que la clave no es la soledad objetiva (estar solo), sino sentirse solo, un sentimiento que podría definir a la perfección la situación del matrimonio. Los efectos de la soledad en la salud de los mayores pueden ser múltiples. Para empezar, afecta a la salud mental y se asocia a mayor riesgo de depresión, sobre todo si la soledad es sobrevenida e inesperada porque debilita el sistema inmunológico, aumentando el riesgo de padecer enfermedades.

Por eso la familia hace un llamamiento a que los papeles se agilicen, a que no exista una barrera física que impida que Alfonso y Virginia puedan compartir sus noches y que la burocracia no los separe.