Cuando no había ni fútbol televisado y el Cacereño deambulaba por las divisiones más tristes, la voz del locutor Tomás Pérez conseguía el milagro de hacer sentir a los cacereños que su equipo era tan importante como el Athletic. Aquella conexión milagrosa y exaltada de Tomás Pérez con las esencias de la ciudad feliz no era una casualidad, sino el fruto de muchas ascensiones a pie al sancta sanctorum del cacereñismo: el santuario de la Virgen de la Montaña.

Durante los años 40, Tomás Pérez, al acabar sus clases diarias en la escuela, subía en una burrina desde el Camino Llano hasta la Montaña, donde vivía con su madre. En una tarde de tormenta, se refugió en la ermita del Amparo, dejó la burra atada fuera, se la mató un rayo y desde esa tarde hubo de ascender a pie.

No hay más que fijarse en lo bien que se encuentra Tomás Pérez para deducir que subir a La Montaña es un seguro de vida que protege del colesterol, la diabetes, el hígado graso y la osteoporosis. Por eso, desde mucho antes del episodio de la burrina fulminada por el rayo, los cacereños saben que su felicidad depende de cuántas veces ascienden a pie a ver a su Virgen.

LA LIBIDO En estos días posnavideños, tras la ingesta desmesurada de alcoholes, azúcares y grasas malignas, la senda montañera se puebla de peregrinos que suben resoplando y bajan eufóricos. Porque subir a la Montaña es un ejercicio completo y gratificante para el cuerpo, el alma, el cerebro, la libido y los resortes impredecibles del ánimo.

Uno sube y va liberando toxinas, endorfinas, serotoninas y malos pensamientos. Uno llega y reza si cree, observa si duda o se fuma un cigarro si pasa de todo, pero siempre se sosiega en la contemplación de la imagen y el paisaje. Uno baja y la sonrisa se le dibuja, el deseo le crece, las ideas le vienen, el bienestar lo embarga y, sobre todo, el cacereñismo feliz lo desborda.

A la Montaña suben creyentes, ateos, agnósticos y mediopensionistas. Se asciende en grupo, en pareja, en familia y en solitario. Escalan jóvenes y viejos, hombres y mujeres, atletas y gorditos, muchachas top model y señoras top Maruja . Da lo mismo, el caso es subir, sufrir, bajar, reír y sentirse de otra manera.

Cuando el niño Tomás Pérez trotaba sobre su burrina hacia la Montaña, lo del deporte en Cáceres era una cosa muy rara: había cuatro locos que jugaban al fútbol y poco más. Y quienes hacían la ruta de la Montaña, no lo consideraban un deporte, sino penitencia peregrina. Fue en los años 70 cuando hacer ejercicio se convirtió en una obligación recomendada por los médicos, la prensa rosa y los programas matutinos de televisión.

La ciudad feliz adivinó enseguida que no todo el mundo podía hacer el mismo deporte y aparecieron las modalidades chic y las vulgares. Hasta entonces, los cacereños habían jugado al fútbol en invierno en El Rodeo y habían nadado en verano en la Ciudad Deportiva. Pero al convertirse el deporte en el sustituto social del baile, los clubs privados, que antes justificaban su existencia con el té dansant , se decantaron por el deporte.

Surge entonces La Colina, heredera del tradicional Círculo de la Concordia, pero con la diferencia de que las piscinas y las canchas de tenis desbancan como centro neurálgico de la institución al salón de juegos. Aparece el Club de Tenis Cabezarrubia y llegan después el club del Monte del Casar o, cuando ya es imposible diferenciarse porque todo el mundo nada y juega al tenis, el club de golf, con sus dos aportaciones fundamentales a la historia cacereña del glamour sportif : el pádel y el golf.

Hoy, en la ciudad feliz , lo más de lo más en cuestión de ejercicio físico es jugar al pádel en el club, en el gimnasio o en la pista privada del chalé de un amigo. Cacereños y cacereñas que en su vida quemaron una caloría se convierten en entusiastas raqueteros de pádel va y pádel viene.

En la ciudad feliz es fundamental diferenciarse: primero jugando al tenis; luego, al golf; ahora, al pádel; mañana, al criquet, al polo o a la antigimnasia. El único ejercicio físico que no cambia, que es igual para todos y a todos satisface porque entronca con las esencias y la tradición es subir a la Montaña.