En mi adolescencia salíamos a cazar gamusinos. Invitábamos al safari a un panoli o a un forastero ignorante de la fauna autóctona. Los gamusinos, cuyo nombre científico ignoro, vivían bajo tierra y solamente salían durante la noche. El panoli portaba un saco en el que los diestros cazadores íbamos metiendo piedras que al grito de "¡Un gamusino! Recogía un espabilado del suelo" hasta que compadecidos de su laboriosa tarea le despertábamos a la realidad: era una broma. Algún tiempo después los niños conseguían gallifantes, que eran tan imaginarios como los gamusinos, mitad gallo, mitad elefante, en un programa de televisión del ínclito Sardá. Pasados unos años los nenes lloraron buscando a Nemo, perteneciente a la estirpe de los peces payasos. Hoy millones de personas buscan un pokemon.

Todos estos objetivos tienen en común que no son reales pero mientras los tres primeros tenían una meta, la burla, conseguir ganar más gallifantes que otros demostrando ser más hábil osabio que otros o encontrar un pez, el pokemon carece de ella y por lo tanto no tiene un final. Se prolongará tanto cuanto necesiten los intereses de su creador.

Se trata de una actividad ferozmente individual que pretende aislar al jugador de su entorno para trasladarle a los lugares que quiera su programador (lugares que no tardarán en pagar para ser depositarios del icono con objetivos comerciales) sin otra finalidad que la de tenerle ocupado en cuestiones intrascendentes y hacerle olvidar, aunque sea por momentos, las vicisitudes de su vida.

Una forma más de alienación pues ni siquiera necesitará conocer la ciudad por la que discurrirá en la búsqueda ya que el GPS le conducirá sin errores y encontrará el muñeco pero ignorará las calles, los jardines y los monumentos por los que pasará y las personas con las que se cruzará. Muchos de los buscadores acaso consideren que buscar y encontrar un pokemon es mucho más fácil que encontrar lo que se solía buscar a su edad: un trabajo digno.