TVtalle del Jerte abajo, hacia Plasencia, Cañaveral, Alconétar, Araya, y sigue hacia el sur-suroeste hasta el Alentejo. La falla de Plasencia. Una depresión del terreno, una hendidura milenaria, una gigantesca trinchera natural, una grieta inmensa que dio lugar a encajonamientos, valles, vados, llanuras entre sierras, navas, en fin, ya saben.

Arroyo camino Navas del Madroño, pasando el escuálido cauce de la Rivera de Araya, cuando subimos la cuesta para encaminarnos hacia el "pueblo de las chimeneas", o de los venteros, a la izquierda miramos Cabeza de Araya, una elevación del perfil del horizonte. Nos cuenta JG que hay allí restos de poblado prehistórico, castro vetón, huella de aquella gente a la que andamos siguiendo por la casi imperceptible realidad de sus difuminados vestigios.

Nos acercamos a las soledades de "El Vaqueril", donde muy antaño caímos escopeta en ristre mi hermanísimo del alma A. Ballell y un servidor, echando plomo sin freno a unas bandadas de torcaces que poblaban ese soto ameno de eucaliptos. Aquella visita cinegética fue por gentileza de la familia Ruano, a quien Dios guarde. A las Navas hemos ido con frecuencia y hay, por ende, un haz de recuerdos en el almario.

En la famosa finca, hoy alojamiento rural, JG nos enseña un montículo, promontorio y elevación extemporánea del terreno: un túmulo. Y dentro de esa acumulación de tierra y piedras ¿qué hay? Un dolmen: lastras de pizarra, o grauvaca, dispuestas en círculo con un corredor hacia la salida del sol.

Volvemos hacia atrás y entramos por el viejo camino de Arroyo a Brozas. Decir viejo es decir muy poco: milenaria senda que, al menos, trazaron nuestros padres romanos. Es la que ahora denominamos Vía de la Estrella, que enlaza la de La Plata, desde Norba hasta Alcántara y penetra en Portugal.

Bien, pues luego del barzal tupido se nos abrió la anchura del valle del Araya, pero del Araya que va camino del Salor. Mañana soleada y dulce de la naturaleza abandonada. A fuer de tanto repetirlo, nos increpan; pero además es cierto ¡No hay más que vacas, ¡pertinaces bobaliconas!, en esos campos feraces de tan bellísima estampa!

A la diestra, allá en lo alto la susodicha Cabeza de Araya, más allá, al frente, nor-noroeste, el perfil milenario de Las Brozas, cuna de frey ( frey, no fray) Nicolás de Ovando , que conoció a la reina Anacaona, y de Luis Sánchez, que de gramática sabía un rato y ordenó morfemas, lexemas y sintagmas.

Anchuroso, sereno, idílico valle del Araya. Caminamos por el llano, entre las redondas pacas de forraje y levantamos una punta de ánades reales que nos pusieron en vilo el instinto cinegético. Y allí, en medio del fértil llano, dos promontorios inexplicables. JG nos lleva a dos dólmenes enterrados en su correspondiente túmulo y a un tercero, al descubierto, en medio de la mirada tonta de una vacada infame.

Araya. ¿Aravi lusitanos, y luego aravia y de ahí araya? Habría que ver qué dice Corominas del término. A la izquierda, hacia el sur-suroeste, Palacio Blanco. ¿Cuánta gente vivía otrora en este singular paraje? Muy cerca el Arroyo de Ancianes, de extrañísima toponimia. Ancianes, ¿Lancia? Otro día, otra ocasión.

Y volvemos a la trifulca urbana, dejando, como siempre, esas soledades en las que apenas percibimos ya los ecos del sugestivo pasado.