En la ciudad feliz se bufa, se hierve, se sufre, pero se prefiere callar antes que afear las conductas incívicas. Cáceres es así: resulta tan de mal gusto y tan poco elegante llamar la atención al infractor que éste, si se le señala con el dedo, se irrita y hasta amenaza con un manojo de mamporros a quien padece su animalidad.

El otro día, un señor paseaba su perro un poco más allá del Múltiples y al can le vinieron las ganas. Avisó con un mohín y su dueño, en una zona en obras y estrechísima, detuvo el tráfico peatonal para que su chuchín defecara tranquilo en medio de la acera. Después le dedicó unos melindres: "Anda chuchín, vámonos" y dejó allí el emplasto, que enseguida rebozó varias suelas.

El guarrete y su chuchín

Quienes vieron al infractor, bufaron por lo bajo, protestaron con los gestos, pero nadie se atrevió a decirle que aquello era una falta tipificada por las ordenanzas y él, un tipo tan guarrete como su chuchín.

Ese mismo día, al atardecer, una muchacha entró en la clínica San Francisco por la puerta de Urgencias. Una vez dentro, se giró y lanzó un chupachups a medio chupar hacia la calle, golpeando a un caballero que regresaba de Fuente Fría con una garrafa de agua. El buen hombre gritó: "¡Cuidado!". La muchacha replicó: "¿Qué pasa, es que ahora no se pueden tomar caramelos?".

Esa misma mañana, a mediodía, una administrativa entró en Correos a llevar unos paquetes. En la cola, un hombretón fumaba. En la pared, un cartelón avisaba: "Prohibido fumar". La administrativa, que no era de Cáceres, se armó de valor y avisó al del tabaco: "Oiga, aquí no se puede fumar". El infractor la miró perdonándole la vida e interpretó la situación a su manera: "No se debe, guapa, no se debe, pero sí se puede".

Al rato, tiró el cigarrillo, pero invirtió los papeles y se proclamó perseguido, cuando los únicas mártires del tabaco son los fumadores pasivos. Eso sí, la muchacha enrojeció y aprendió que en Cáceres, las infracciones están permitidas: estamos en una ciudad feliz y libertaria.

Pero sigamos nuestro periplo por una jornada cacereña narrando episodios verídicos. El siguiente sucede en Tráfico. A un danés no le da la gana ponerse en la fila y decide de pronto colarse. La tramitación de sus papeles es larga, quienes sufren su desvergüenza resoplan, pero a nadie se le ocurre avisar al danés de que se ha colado.

Terminamos en la avenida de las dobles filas, perdón, de la Montaña. El autobús número siete desciende. Tres coches en doble fila frente al bar La Marina impiden el paso. El bus los sortea milimétricamente. Los de los coches se asoman a ver la operación, pero ninguno mueve su auto. El conductor hace gestos de estar harto. ¡Nunca hubiera manifestado su desesperación! Inmediatamente cayó sobre él un chorreo de descalificaciones, cuchufletas y malos modos, como si él fuera el culpable y los infractores, unos ciudadanos ejemplares.

Así es Cáceres, esa ciudad feliz donde se confunde la educación con la humillación y la caca libre, el tabaco en cualquier sitio, el lanzamiento de basura o las dobles filas son hábitos saludables. En Madrid, rigen ordenanzas perrunas semejantes a las cacereñas, pero Ruiz Gallardón es un alcalde enérgico y las aceras están limpias.

En Cáceres, no. Aquí rige el principio de una caca de perro, un voto; un conductor en doble fila, otro voto y los ciudadanos responsables se convierten en víctimas de la blandenguería municipal.

El resultado es que los infractores se crecen y cuando alguien se arma de valentía y dice en voz alta lo que todo el mundo piensa, se le mira como a un energúmeno al que hay que amenazar y hacer callar, no sea que cunda el ejemplo. Cáceres es la ciudad feliz y una de las reglas de oro de la felicidad simplona es protestar poco y conformarse con todo.