El paseo de Cánovas y sus calles aledañas se llenan de franquicias. Las principales avenidas cambian su fisonomía cada poco tiempo, más ahora con la ampliación de la zona azul a muchas de ellas. La plaza de toros no albergó ninguna corrida durante las fiestas pasadas y a la edición del 2016 de la feria ganadera apenas llegaron una decena de ejemplares. La plaza mayor luce su enésima apariencia y los vecinos de la plaza de Italia luchan por quitar las antenas de la torre, el punto más alto de la capital cacereña, y no por reivindicar motivos ideológicos o políticos.

Pero no siempre fue así. Por ejemplo, la historia de la plaza de toros, esa que ha acogido festejos taurinos todas las ferias menos tres desde 1896, se remonta a 1846, aunque empezó a construirse dos años antes. Según el que fuera archivero municipal, Antonio Rubio Rojas, era una petición de importancia relativa pero insistente en la sociedad cacereña, que la demandaba desde hacía incluso siglos. Se construyó sobre terrenos cedidos por el ayuntamiento en Era de los Mártires y, tras más de 160 inviernos, sus muros tienen mucho que contar. La encargó una sociedad de accionistas que, ya a finales de siglo, pensó en derribarla para levantar un teatro. Suerte que no lo hicieron. En 1992 fue declarada Bien de Interés Cultural, galardón que reconoce su valor e influencia en la identidad cacereña.

También guarda relación con pasajes de la historia más oscura del país. En 1936, como recoge también Rubio y publica, además, José María Saponi, en una columna de este periódico en el 2013, sirvió para que se concentraran los voluntarios civiles que constituyeron las denominadas milicias patrióticas. Tres años después fue utilizada como campo de concentración cuando cayeron algunos frentes, como el de Madrid. Después de aquellos años malditos, el coso tomó la utilidad para el que fue concedido, y por su arena pasaron los más grandes espadas de España. La última gran actuación, muy recordada por los aficionados, la protagonizó El Juli en 2015, con indulto incluido.

Y los toros no son la única tradición que ha variado en fechas de feria con el transcurso del tiempo. También otras de carácter comercial, como la reunión ganadera Ganadera de mayo. La primera se celebró en 1896 y, durante la primera mitad del siglo XX, adquirió grandeza y un prestigio que la situó en los principales ‘mentideros’ de España. Comenzó en El Rodeo, se trasladó años más tarde a la zona de Los Fratres y, por último, al antiguo campo de aviación. El gran volumen de intercambios de animales fue frecuente durante muchos años. “Yo he venido a la feria de Cáceres desde hace más de sesenta años y esto, antes, era un ferión”, sostenía Ramón Silva durante la última edición, celebrada este año. La situación fue a peor y, poco a poco, los criadores de animales dejaron de marcar en rojo el San Fernando cacereño.

Precisamente, esta última edición no estuvo exenta de polémica. Por primera vez en mucho tiempo no se celebró el día 28 de mayo. Coincidía con el concierto de Melendi y éste, por motivos económicos y de reclamo, tuvo preferencia. Atrás quedan los tiempos dorados, aquellos en los que alemanes o ingleses se peleaban por la capital cacereña, rica en volframio, mineral preciado lejos de las fronteras españolas, sobre todo en época de guerra por su posible uso militar. «El otro día, un gitano me dijo: lo que ha pasado es que Internet nos ha hecho mucho daño, y aquí ya no viene nadie», sentenció Pizón hace cuatro meses.

Y Cáceres también puede explicarse a través de la fisonomía de sus edificios más emblemáticos. Cuenta Fernando Jiménez Berrocal, cronista de la ciudad, que la torre del Trabajo se encontraba en una parte de Cáceres que, desde que comenzaron a construirse viviendas en 1917, había pasado de zona de pedreras a barriada animosa y populosa, con trabajadores de todo tipo que buscaban las ‘Casas Baratas’ para progresar y formar sus familias.

En 1933, el entonces alcalde, el socialista Antonio Canales (tristemente fusilado el día de Navidad de 1937), recibió la propuesta de proyecto de la famosa torre. Su ideólogo fue Ángel Pérez, arquitecto municipal, y pretendía conseguir que los vecinos escucharan y supieran la hora («en aquella época no había mucha gente que llevara reloj», aclara Jiménez). También quería servir de homenaje a los trabajadores, de ahí su nombre, pero la Guerra Civil dio al traste, de nuevo, con este plan. El conflicto y sus ganadores la convirtieron en la plaza de Italia, en homenaje al fascismo de Mussolini. Se inauguró en mayo de 1939 con el verde, el blanco y el rojo de la bandera transalpina.

El pasado julio se cumplieron justo ochenta años de aquel estreno. Ahora, los brazos sólo se levantan para apuntar a las antenas, cuyo peso, dicen vecinos y expertos, debilitan la estructura, y no pocas asociaciones han pedido su utilización con fines lúdicos para que turistas y también cacereños puedan disfrutar del las vistas desde el punto más elevado de la ciudad.

Y plaza Mayor y ayuntamiento no han sido ajenos a estos cambios. La primera, por su condición de centro comercial y social de la ciudad. Y el segundo por su importancia neurálgica. La primera piedra del consistorio se puso 1867, como consta en los registros del archivo municipal. Su levantamiento no estuvo exento de polémica. Afirma también Jiménez Berrocal que había dos bandos: el que apoyaba su construcción (argumentaban que el anterior consistorio estaba en estado ruinoso y que era necesario uno nuevo), y los que no, que lamentaban que el nuevo edificio fuera a quitar espacios públicos. Como fuera, el proyecto salió adelante y el nuevo edificio fue inaugurado en 1869. Hasta hoy.

A su lado permanece la plaza Mayor, otro de los emblemas cacereños. Los cambios en ella han sido más numerosos que sus nombres. Y eso que de estos últimos ha tenido unos cuantos. El primero, plaza de la feria o del mercado, hacía referencia a su utilización. Fue zona de transacciones comerciales, de mercadillos y de pequeños puestos ambulantes. Cuando nació, era una gran solar sin edificios, aceras u otros usos. Poco a poco, obra tras obra, se ha convertido en una gran plaza llena de restaurantes, capaz de acoger a miles de personas Womad tras Womad y con un moderno sistema de autolimpiado a base de chorros de agua.

Otras zonas de la ciudad han variado su fisonomía en igual o mayor manera. La historia de la avenida Virgen de la Montaña la recoge Pilar Bacas, del colectivo Cáceres Verde. Afirma que el proyecto lo volvió a sacar adelante, esta vez durante su primer mandato (de 1931 a 1934), el socialista Antonio Canales. Se iba a llamar avenida de Mayo y su bulevard, afirma Bacas, es el último que se conserva de cuantos inundaron Cáceres durante la primera mitad del siglo XX. Una factura de 1949 revela otro dato curioso: las obras de pavimentación, esas que ahora suelen salir a licitación por varios miles de euros, entonces costaban 229 pesetas. De las de entonces. No era cosa baladí. También Cánovas ha cambiado y las peluquerías, panaderías o zapaterías tradicionales han dejado paso a las grandes franquicias. H