En mi adolescencia regentaba un local de futbolín un personaje a quien llamábamos el Portu. A mí, que solía ir en septiembre a Navalmoral con mi abuela, me llamaban Cacereño. Hoy esa manera de diferenciarte personalmente sería imposible. En cualquier calle de nuestra ciudad te encuentras con rostros que delatan su procedencia lejana.

Pero cuando vemos a un inmigrante no percibimos la tragedia que le acompaña. Alguno, probablemente, lleve en su bolsillo la orden de expulsión del país al que llegó para cumplir sus expectativas. A otros les acompaña el estigma de ilegalidad que les impide encontrar un trabajo digno. Muchos sobrellevan un empleo al borde de la explotación. Y la mayoría un sentimiento de frustración que solamente se supera con la esperanza en futuros tiempos mejores, el recuerdo de lo vivido en sus países y la alegría que detectan en sus familias cuando reciben el cheque con gran parte de sus ahorros.

Puesto que las condiciones sociopolíticas internacionales no parecen propicias para hacer extensible el bienestar a todos los pueblos, es seguro que la inmigración aumentará. Y eso nos va a poner a prueba. ¿Cómo lo acogeremos los cacereños? ¿Será verdad eso de que es una tierra de acogida? ¿Recordaremos que muchos de los nuestros también fueron inmigrantes y a ellos se deben muchas casas, autos, dinero y progreso?