Sexta semana de confinamiento y en el local de la calle Pedro Romero de Mendoza, frente al Mesón Diego, en La Mejostilla, han duplicado la ayuda. Si hace un mes atendían a 40 familias ahora cuidan de 80. En este número 13 hay paredes de ladrillo visto y tableros de madera donde se amontona la comida. Es increíble cómo un lugar tan inhóspito puede estar tan lleno de humanidad. Entre cajas de plátanos, cartones de leche y botes de café torrefacto, Manuel García Garzo y José Viera meten la mercancía en bolsas y los voluntarios empiezan a repartirla por las casas de ancianos o enfermos que no pueden moverse de la cama.

Este miércoles, de cuatro de la tarde a nueve de la noche, el resto de beneficiarios se acercará a recoger personalmente los víveres, formarán parte de una cola que deberán guardar con la distancia de seguridad requerida; la cola de la miseria y la vergüenza, porque pedir ya no es de pobres, pedir se ha convertido en un verbo maldito que se ha extendido como un virus entre la clase media de Cáceres.

Son los nuevos pobres, esos que ha parido el coronavirus. No hay placenta que proteja a estas criaturas. Es la radiografía de una pobreza amamantada a pasos agigantados, que traspasa La Mejostilla, y llega a San Blas, a Pinilla, mucho más allá...

Hace unos días, desde sus casas, estos corazones caritativos de la Red de Solidaridad Popular, junto a los movimientos Marea Básica, Campamento Dignidad y Asociación 25 de Marzo hicieron una cacerolada virtual. De poco sirvió porque, la verdad, no les han hecho caso. Normal si se tiene en cuenta que el lema no era ‘Resistiré’, era ‘Rescatemos a las personas, no a los bancos’.

Ese lema es el denominador común de unos ciudadanos hostigados por la crisis económica y social derivada de lo que ahora muchos políticos llaman covid, para dulcificar con la palabra lo que no pueden maquillar las tozudas estadísticas. Es el viejo truco de la comunicación política, esa que se estudia en las facultades y que disfraza el grotesco carnaval de la pandemia. «La renta garantizada no se acelera, las ayudas del Sexpe llegan tarde y mal, los teléfonos de las administraciones están colapsados», explica Garzo.

Los cacereños, confinados en el sofá, ya solo pueden utilizar el arma del teléfono, un teléfono que no para de comunicar y detrás del que es difícil coger la vez en busca de auxilio. Los del Instituto Municipal de Asuntos Sociales sí se han puesto las pilas, y en lo que antes empleaban meses ahora lo resuelven en semanas.

Los que ayer eran pobres, hoy lo son aún más. Los nuevos pobres han sido hasta hace unos días autónomos, emprendedores, dueños de bares, de restaurantes, de pequeños comercios, de tiendas de ropa, peluqueros, electricistas, cantantes. Padres y madres de familia, de 30 a 50 años, con niños a su cargo. El otro día José Viera abrió el Facebook y a su Messenger le llegó la letra temblorosa de una mujer: «No tengo comida, ni dinero, ni trabajo, y tengo tres hijos, ¿qué hago?», se preguntaba mientras el móvil de Viera tiritaba.

«Es un escenario atroz, en el que también nos hemos convertido en doctorados en Psicología sin serlo, escuchando a gente que ha perdido a seres queridos, que tienen a la familia en la otra punta de la ciudad, que vive sola entre cuatro paredes», relata mientras empaqueta manzanas.

A los más afortunados les ingresan 400 euros, con eso pagan el alquiler, la luz, el agua, la farmacia y cruzan los dedos para no caer enfermos. Estas no son las historias épicas y solidarias, no, no son los héroes, son las víctimas, así con sus ocho letras: v-í-c-t-i-m-a-s de negocios cerrados que esta tarde harán cola para poder morder la manzana de Eva.