Cáceres es una ciudad voluble y caprichosa: Hoy me entretienes y te quiero, mañana me entristeces y ya no te quiero. Cáceres es feliz porque no tiene problemas graves y sólo se apunta a aquellos empeños que regalan satisfacción y causan pocos contratiempos.

Durante años, el Cáceres CB fue la mayor fuente de autoestima colectiva que ha conocido esta ciudad desde los tiempos de la audiencia, la capitalidad provincial y el ferrocarril. La universidad y el ascenso a la ACB fueron los proyectos en común más emocionantes y que más consenso han provocado en la ciudad feliz durante el pasado siglo.

Pero ese eufórico apoyo al club era artificial y había surgido de la nada. En 1992, un equipo que llevaba, como mucho, a 300 aficionados al pabellón, vio cómo su masa social se multiplicaba por 20 y en Cáceres se conocieron hechos insólitos como colas de seis horas para obtener una entrada.

Al Figón y al baloncesto

Durante años, cuando llegaban parientes o conocidos de otros lugares, además de mostrarles la parte antigua e invitarlos a comer al Figón, se les llevaba a un partido de baloncesto para que conocieran un espectáculo genuinamente cacereño.

Se producían hechos increíbles como aquella recepción de miles de personas ante el Múltiples a un equipo que llegaba derrotado de Andorra. O una plaza Mayor enfervorizada y llena para celebrar que se había superado una promoción. La ciudad feliz se sentía importante con aquellas hazañas.

Además, por primera vez parecía que estábamos en el mundo porque abrías los periódicos nacionales y veías el nombre de tu pueblo sin que hubiera sucedido un crimen y encendías la tele y allí estaba el Cáceres protagonizando Estudio Estadio. Los lunes, los emigrantes eran los protagonistas de la tertulia cafetera porque el Cáceres había ganado al Real Madrid o al Barcelona. En fin, lo nunca visto.

Los políticos, que tienen mucha intuición (en Baleares, Camps va a darle el dinero del ciclismo al Menorca para la ACB), apoyaban aquel fenómeno porque estaba detrás de él toda la ciudad. Pero ¡ay!, a aquel movimiento le faltaba solera y, además, se trataba de la ciudad feliz con sus mecanismos de autodefensa ante la contrariedad. En cuanto el equipo conoció la derrota y dejó de generar alegrías, la masa social se diluyó.

Los políticos fueron los primeros en percatarse del cambio: unas subvenciones desaparecieron, otras menguaron, en el palco, sólo concejales y en la grada, poco más de mil personas. En un ambiente así, es normal que el Cáceres se venda y casi nadie proteste. Al fin y al cabo, el equipo lleva dos años dando más tristeza que felicidad y en una ciudad tan veleidosa, todo lo que no proporcione satisfacciones inmediatas se tira a la basura.