Quiso el destino que al morir su mujer y su hija, José Saavedra, natural de un pueblo deBadajoz, acabara viniendo a Cáceres donde se casó en segundas nupcias con Petra Montero Fernández, cuyo padre era alfarero por el puente de Vadillo, un oficio que José aprendió hasta que decidió marchar a Madrid en busca de un futuro mejor. El matrimonio tenía tres hijos: Antonio, que era el mayor, Julio, desaparecido durante la guerra civil, y Alfonso, que murió de pequeño.

José comenzó trabajando como conserje en el hospicio de la calle Fuencarral y posteriormente lo destinaron a Aranjuez. Su hijo Antonio era muy aficionado a todos los deportes, en especial a la bicicleta, practicó el boxeo, se metió en la escuela de tauromaquia... Fue primero monaguillo en el oratorio de Caballero de Gracia y también acudía a casa de una marquesa porque entonces era habitual que la nobleza tuviera capillas en sus palacetes y se oficiara misa en su interior.

Antonio empezó luego como botones en la central del Banco Hispanoamericano de la calle Alcalá. Su función era hacer los recados, así que con frecuencia lo mandaban a la pastelería El Pozo a comprar bartolillos, un dulce de crema muy parecido a los coquillos. Antonio compraba novelas de segunda mano en el Rastro y era un hombre de cultura, al que le gustaba leer y escribir, así que no fue difícil su ascenso en el banco.

Una tarde, en su casa de Madrid conoció a Paulina Alonso, la burgalesa que poco después se convertiría en su mujer. Resultó que una hermana de Paulina llamada Paca era muy amiga de Petra, la madre de Antonio. Aquella tarde Paca hizo una de sus visitas habituales a Petra, pero llegó acompañada de Paulina, coincidió que estaba allí Antonio y surgió entre ellos un amor inmenso: paseaban, charlaban, se miraban, agarraban sus manos, acudían a la verbena de la Paloma, se fotografiaban con la cámara de Antonio, se bañaban en el Lozoya... hasta que se casaron primero por lo civil durante la República y luego por la iglesia durante la posguerra, en la capilla de San José, que estaba en la calle Alcalá.

En plena guerra Antonio fue llamado a filas por el bando republicano, del que llegó a ser comisario. Tuvo que ir a Cartagena a ver cómo se llevaban los barcos llenos de oro a Rusia, barcos que jamás volvieron mientras el interior de Antonio se rompía de dolor testigo de cómo todo aquello partía inexorablemente de su país.

La guerra

Ganada la guerra por el bando nacional no fueron buenos tiempos para la familia: su hermano Julio desapareció en los combates y a Antonio no tardaron en detenerlo. Estuvo en cárceles de Galicia, Segovia y Madrid mientras Paulina, su mujer, lo visitaba en aquellas inhóspitas prisiones. Pero Antonio no se quedó parado en su cautiverio: escribió una gramática y decenas de preciosos poemas a Paulina. Un día hizo un barquito con unos palillos. El barquito llevaba dos velas y dentro introdujo un pergamino con unos versos dedicados a su mujer, por la que más aún en los momentos duros sentía un amor sin límites, enamorados el uno del otro hasta el final de sus días...

Antonio pertenecía al bando de los que no habían ganado la guerra, pero él era un hombre optimista, sabedor de haber cumplido con su obligación patriota. Como no cometió delito de sangre alguno, ordenaron su puesta en libertad, eso sí, con un castigo claro: desterrarlo a 300 kilómetros fuera de Madrid, entonces su lugar de residencia.

Atrás quedaba ya su trabajo en el banco, sus paseos con Paulina en la verbena de la Paloma, su boda civil en plena República... Había que empezar de nuevo y qué mejor lugar que Cáceres, ciudad que estaba a más de 300 kilómetros de Madrid y en la que residía la tía Constanza, hermana de Petra (madre de Antonio). Constanza vivía en la ronda de Vadillo donde la familia seguía trabajando la alfarería. La llegada a Cáceres fue realmente dura y desconcertante. Los Saavedra se fueron a casa de Constanza, pero ellos estaban acostumbrados a otro tipo de vida. Fue Paulina la que más sufrió: casas sin luz eléctrica ni agua corriente, niños descalzos y llenos de mocos deambulando por un Cáceres de posguerra donde apenas había nada que llevarse a la boca. Las mujeres, sacrificadas, cogiendo agua de las fuentes y aquel guarda que increpaba a Paulina porque no sabía cargar con el cántaro en la cabeza...

Antonio comenzó trabajando en las minas de wolframio, pero duró solo un día en ese empleo donde en tan solo unas horas perdió un montón de kilos. Los jefes le dijeron que era mejor que no volviera. Antonio pensó que debía buscar otro trabajo, fue agente de seguros, representante de farmacia, aunque su primer empleo más serio fue en el almacén que Ildefondo Rincón tenía en las Cuatro Esquinas; hasta que un día le ofrecieron ser abastecedor del Círculo de Artesanos, que estaba en la plaza Mayor y al que acudía la clase media de la capital. Un local lleno de encanto, donde se celebraban bailes con orquesta, números de magia, había una sala de billar y balcones con vistas a la ciudadela. En Artesanos muchos clientes leían el periódico o echaban solitarios, se servían bodas y había un bibliotecario siempre sentado en un sillón de piel de color negro muy bonito.

Antonio era afable y generoso y las cosas marchaban bien. Paulina estaba en la cocina en aquella época de estraperlo y cartillas de racionamiento. Los Saavedra empezaron a poner pinchos con cada una de sus consumiciones y el negocio triunfaba.

La pareja tenía dos hijos: Julio y Francisca del Pilar, a la que todos llamaban Paquita. Los dos niños nacieron en Valencia, porque allí residía Casilda, una hermana de Paulina, que se encargaba de cuidarla tras los partos. Para entonces la familia ya vivía en una casa que estaba encima de Artesanos. Los Saavedra eran personas generosas, con su casa repleta siempre de muchachos a la hora de la merienda en esa vivienda de una entonces plaza Mayor siempre bulliciosa, llena de farmacias, con el vaciador que afilaba los cuchillos, con Esquivel, que era protésico dental, se vendían tejidos, había estanco, Terio tenía bellísimos pañuelos y distinguidas esencias y en La Salmantina podías comprar pastelitos.

En el centro de la plaza había un arandel con su jardín y sus barandillas y con el quiosco de periódicos de Cruz. Estaban Máquinas Singer, los urinarios y los niños jugaban con Chuli , el perro de los Saavedra.

Pasados siete años en Artesanos, Antonio había reunido el dinero suficiente para establecerse por su cuenta, y así fue como nació en octubre de 1956 El Molino Rojo, que en sus orígenes fue bautizado como Moulin Rouge, aunque la burocracia, tan poco dada entonces a cualquier cosa que sonara extravagante decidió castellanizar el nombre. El local del Molino Rojo había sido previamente una especie de almacén de Amadeo Rodríguez, dueño del hotel Toledo. Saavedra se quedó con él y lo convirtió en cafetería. Estaba en la avenida Virgen de la Montaña, considerada entonces punto crucial de la vida cacereña y ejemplo del progreso industrial de la ciudad. En aquella avenida estaba la Pensión Gertrudis, situada en un edificio con su jardincito delante, el chalet de don Evaristo Málaga, la empresa Magro de los autobuses, la librería Cerezo, la droguería de Apolinar o La Ganadería, que era una tienda donde vendían productos para animales.

El Molino Rojo fue decorado por Antonio Gilardi, casado con Paquita, del bar Yuca, un hombre venido de Valencia que en aquel momento era el decorador más famoso de Cáceres. Porras se encargó de la ebanistería, Martínez de la instalación eléctrica, el señor Viera de la carpintería mecánica, el señor Paso de la escayola y Muriel y López de la pintura.

Los pinchos

Era muy bonita aquella cafetería, con su barra a la derecha, de dos alturas, donde se servían desayunos y unos aperitivos fabulosos de los que directamente se encargaba Paulina: manojos de gambas rebozadas, calamares, angulas, cigalas y hasta centollos. Antonio siempre estaba en el Moulin Rouge, donde trabajaron la señora María en la cocina, y también Paco Rey, Domingo, Ramón, que luego estuvo como encargado en la Librería Cerezo, Antonio Cordero...

Seguía la vida de los Saavedra. Julio, hijo de Antonio, se casó con Pili Pellitero y tuvieron una hija llamada Mariem. Paquita contrajo matrimonio con Antonio Mohedas, cuya familia tenía el estanco del Camino Llano, y tuvieron tres hijos: Paloma, Antonio y Eva, y cinco nietos: Pablo, Lucía, Natalia, María y Julia.

El Molino Rojo se granjeó una gran clientela: funcionarios del Gobierno Civil, periodistas de Radio Cáceres, poetas, intelectuales, profesores de las Normales... y aquellos inolvidables boletos que fueron el inicio de las tragaperras: llegabas al bar, pedías un boleto y si ganabas podías llevarte incluso 200 pesetas.

El local funcionó hasta 1980, año en que Antonio y Paulina se jubilaron y volvieron de nuevo a Madrid para saldar su deuda con la nostalgia del pasado. Luego llegarían Plató, Gaudí, pero esa es otra historia. La de hoy es la del Molino Rojo, ese Moulin Rouge cacereño que Antonio Saavedra abrió en la avenida Virgen de la Montaña durante aquel destierro que le duró toda una vida.