Martes, 3 de mayo. Cinco de la tarde. Es mala hora para caminar porque las rutas deben hacerse de mañana o a la caída del sol, pero la incompatibilidad de horarios con los cinco magníficos nos reúne a las puertas de la Facultad de Empresariales. Hoy falta Santiago, pero está Alfonso Mora Peña, único miembro del quinteto que nos queda por conocer. Alfonso, cacereño, profesor del Instituto El Brocense, lleva 27 años impartiendo clases de biología y geología. Sus dotes pedagógicas nos hacen comprender mejor la dureza de una desafiante penillanura donde comienza nuestro segundo Diario de ruta .

Hasta la facultad hemos llegado en autobús urbano y desde aquí iniciamos el paseo por las inmediaciones de El Cuartillo, finca con parque de recreo propiedad de la Diputación de Cáceres. Campos, llanos y estepas de vegetación precaria sirven a Alfonso para detallar las características de los llamados dientes de perro , afloramientos verticales de rocas pizarrosas, de entre 40 centímetros y un metro de altura, que semejan colmillos agresivos y que son fruto de la erosión del terreno.

Al enlazar con la cañada real se proponen dos visitas opcionales: la estación depuradora de aguas residuales y el yacimiento arqueológico de Cáceres el Viejo. Escogemos la segunda y ante nosotros se dibuja lo que queda de Castra Caecilia, campamento romano que fundó el general Cecilio Metelo durante las guerras sertorianas en torno al año 80 antes de Cristo.

Castra Caecilia, fin de la segunda etapa de la Vía de la Plata, fue tributaria de Norba Caesarina, la actual Cáceres, fundada por Julio César más de 30 años después. A diferencia de otros poblados, Castra Caecilia no dio origen a una ciudad y fue un asentamiento temporal desde el que se controló, para su pacificación, a los pueblos lusitanos próximos entre el Tajo y el Guadiana. De sus ruinas ha nacido un centro de interpretación, gestionado por la Junta, y que proporciona al visitante datos sobre este yacimiento arqueológico. María Jesús González Estévez, ordenanza del centro, nos guía en el recorrido por sus vías, puertas y fosos alrededor de la muralla.

Alonso ha traído unas gorras, y aunque, como él dice, "no hay nada como un sombrero de paja", la gorra nos viene muy bien para soportar esta tórrida tarde y continuar nuestra ruta hacia la Ribera del Marco, eje económico que vertebró la ciudad de Cáceres hasta los años 60. Julio guarda antiguos informes de la comunidad de regantes de La Concordia, que recogen la historia de la Ribera, donde se contaban 25 molinos harineros ya desaparecidos (el de San Francisco, el Naranjo, el de las cañas, el de los pobrecitos...), extintas fábricas de tenerías o fuentes de las que se abastecía el vecindario, pero que el gobernador civil mandó clausurar en 1964 puesto que provocaban fiebres tifoideas.

La Ribera, de 7 kilómetros, es un manantial del que las huertas que crecían a sus orillas tomaban de 30 a 90 litros de agua por segundo, un cinturón verde que abraza la ciudad monumental, "y que habría que respetar, proteger y limpiar", dice Julio, de cuyo rostro asoma un halo de nostalgia al recordar lo que históricamente supuso para Cáceres la Ribera del Marco.

Hasta hace poco tiempo los cacereños se abastecían de productos ribereños: lechugas, membrillos, granadas... Ahora hay higueras, cañaverales, subsisten de forma residual algunas huertas que en su conjunto formaron aquella fastuosa "despensa de Cáceres", como la define Orencio. A punto de florecer las gramíneas, vemos casas de viejos hortelanos, lirios y multitud de ortigas: un diurético excelente y dicen que, incluso, un potenciador sexual; aunque para eso hay que golpearse con ellas y esto queda para los más atrevidos.

En este paseo del agua, Julio rememora la leyenda que Sanguino Michel recrea en la Revista Extremadura . Cuentan que cuando Isabel la Católica visitó Cáceres para poner orden en las guerras de la alta nobleza cacereña y jurar los fueros de la ciudad, acudió a la Ribera, donde un hortelano le ofreció un cesto con sus mejores frutas. Agradecida, la reina, sentada junto a un gran nogal, mandó llamar al hortelano para que le pidiera un don, un regalo, una merced. El sólo imploró agua para saciar la sed de sus tierras. Desde entonces, a esa huerta se la conoció como de la Merced y dicen que, hasta principios del XX, el linaje cacereño de aquel hortelano tuvo el privilegio de regar su huerta más horas que los demás.

Antes de llegar a la ronda norte y desviarnos de nuevo a Empresariales vemos al fondo, cuál cuadro cubista, la ciudad monumental, antigua Norba Caesarina. Y entonces aflora el espíritu romántico de una ruta que imaginamos llena de carretas, molineros y curtidores que pasearon por este vergel de vida que fluía del manantial del Marco y moría en la Ribera...