A Cáceres nadie le tose en cuestiones de pasteles. En la historia europea de la dulzura, la ciudad feliz está presente por méritos propios. Es verdad que en avances industriales, investigaciones científicas y aportaciones técnicas no destacamos demasiado, pero en cuestión de pastelería siempre hemos estado en la vanguardia.

Puede afirmarse sin rubor que a lo largo del siglo XX, la ciudad feliz ha sabido combatir penurias y guerras con armas tan dulces como el trabuco de coco y la bomba de crema. Aunque eso sí, en Cáceres, la bomba se ha llamado siempre bamba, para quitarle hierro.

La bomba es una invención berlinesa al igual que el cruasán de media luna lo amasaron por primera vez los vieneses para demostrarles a los turcos, que llevaban varios meses asediándolos, que en la ciudad había suficiente comida.

La tarta Sacher

Los vieneses también inventaron la famosa tarta Sacher, al igual que fue en París donde se amasó por primera vez el hojaldre, cuya receta se recoge ya en un libro de 1651, y la tarta ópera, nacida en la pastelería Dalloyau en 1954.

La ciudad feliz entró a formar parte de esta relación de inventos dulcísimos en la primera mitad del siglo pasado, cuando la cacereña pastelería La Salmantina confeccionó por primera vez la tarta sopa de la reina, a base de bizcocho relleno de yema emborrachado y cubierto de merengue, con motivo de la visita de la infanta Isabel La Chata a una acomodada familia de la localidad.

No contentos con esta aportación a la historia europea de la dulzura, ya en el siglo XXI, José Marcelo Giraldo, propietario de la pastelería La Imperial, ha inventado el cacereño, pastel hecho con bizcocho, hojaldre, crema, merengue tostado y canela.

Más allá de inventos, lo importante es que la historia cacereña de la dulzura demuestra que la ciudad feliz siempre ha estado a la última en estos temas de la pastelería. Es más, si en las otras facetas de la vida hubiera sucedido lo mismo, no hay duda de que Cáceres sería una de las capitales más modernas y cosmopolitas de Europa.

En los años 30 del pasado siglo, mientras Europa y España se convulsionaban con el fragor de las guerras y los totalitarismos, la ciudad feliz veía cómo llegaba desde Candelario Juan García Herrero y abría la pastelería La Salmantina en la plaza Mayor.

Años después, un joven de Navas del Madroño, Fernando López Conde, venía a Cáceres, se casaba en 1933 con una chica de Monroy llamada Estila Pesado y, al tiempo que comenzaba la guerra civil, abrían una pastelería en la calle Arco de España, junto al palacio de Moctezuma, y la llamaban Horno San Fernando.

Tradición

En la dura posguerra de hambruna y necesidades, Cáceres estaba llena de pastelerías: la de Teodoro Guardado, la Toledo de Amadeo de San Eugenio Pavo, El Hueso Dulce, Avenida, Liria, La Mallorquina, Isa de Vidal Arias González y Catalina Rebollo Solana.

En 1966, aparecían en la ciudad feliz las novedades suizas de la mano de Julián López, heredero del Horno San Fernando, que desde 1954 estaba en la calle Moret. De Ticino-Ascona se trajo Julián la banana de plátano, la jeanette de manzana, pasas, azúcar y canela, los nidos de hojaldre y manzana.

En esos años, se incorporaban a la nómima de pasteleros de categoría profesionales como Antolín Fernández o Carlos Cabeig. Y en 1972 llegaban a Cáceres las técnicas alemanas de las tartas de frutas. Las traía desde Dusseldorf Marcelino Giraldo, que abría obrador y tienda en La Madrila. Su hijo, José Marcelo, se trasladaría en el año 2000 a la avenida Ruta de la Plata con La Imperial.

Es una pena que acabe de cerrar la pastelería decana de la ciudad feliz , La Salmantina, pero esta dulce historia no se detiene gracias a las aportaciones de nuevas pastelerías como La Guinda o Auri.