Cuando un reo era sentenciado a muerte, la villa cacereña se enteraba por medio de carteles que indicaban la fecha, la hora y el lugar. Paradójicamente, el infortunado vivía sus mejores días, comiendo lo que le apetecía y rodeado de braseros, almohadas, colchones y hasta tabaco. De todo ello se encargaba la Cofradía de la Caridad, con las cuotas y limosnas recaudadas para garantizar al desgraciado un buen tránsito a la otra vida. Las ejecuciones eran públicas, ejemplarizantes, en la horca o el garrote, y el cuerpo quedaba un tiempo escabrosamente expuesto. Así lo recoge un curioso trabajo de investigación que acaba de concluir el historiador cacereño Antonio Rodríguez González.

El estudio partió sin intención previa, cuando, estando en el Archivo Histórico Diocesano, llegó a sus manos un libro de registros con las partidas de ajusticiados asistidos por la Cofradía de la Caridad, cuya función principal era precisamente la atención al condenado en sus últimos días. Aunque la hermandad se remonta a 1568, este registro se inicia casi parejo a la implantación de la Real Audiencia en Cáceres en 1791 --aumentaron las ejecuciones en la villa por albergar la sede--, y finaliza con las dos últimas sentencias capitales en 1909. No se incluyen represalias posteriores por guerras u otros procesos ajenos a la Justicia.

En total 80 condenas a muerte, pero probablemente hubo más que la cofradía no computó, por ejemplo durante la Guerra de la Independencia, cuando se interrumpieron sus anotaciones. No existen otros documentos que aborden estos temas, de ahí la exclusividad e importancia del registro de la cofradía, que el historiador ha completado con otras fuentes, por ejemplo el Libro de Difuntos de Santiago, en cuyo cementerio se enterraban la mayoría de los ajusticiados. El estudio recoge desde los nombres de los condenados hasta su edad, estado civil, tipo de muerte, e incluso los santos o vírgenes a los que se encomendaban. En realidad refleja el modo de vida en aquel Cáceres del siglo XIX.

Así era el proceso

Las condenas se dictaban en la Sala del Crimen de la Real Audiencia de Extremadura. Por ello, la mayoría de las ejecuciones tendrían lugar en Cáceres. La sentencia debía notificarse al reo 48 horas antes de que se cumpliera, para que tuviera tiempo de arreglar sus asuntos. Se anunciaba al público con carteles que recogían el nombre, domicilio y delito del condenado. A partir de ese momento, la Cofradía de la Caridad se ponía en marcha con un único objetivo: "Excitar la sensibilidad y la conmiseración públicas", explica el historiador.

Los hermanos concedían al preso tanto atención material como espiritual, cubrían estos gastos y el entierro, y se encargaban de las misas póstumas solicitadas por el condenado. Para ello instalaban mesas petitorias que se ornamentaban con cestillos, crespones o cruces. A estas limosnas añadían las cuotas de los propios cofrades. La ayuda espiritual se llevaba un 20% del dinero, y la material un 56%. Otro 20% se empleaba en financiar el aparato interno de la cofradía: pedidores, porteros y ayudantes, muñidores, mayordomo, diputados y otros hermanos que cobraban un salario.

Curiosamente, según los estudios pormenorizados de Antonio Rodríguez, "cuando el reo era joven la recaudación era mayor, y lo mismo cuando se trataba de una mujer, aunque solo hubo cuatro condenadas". Donde más ayuda se recaudaba era en Cáceres, seguida de Casar de Cáceres, Arroyo, Malpartida y Garrovillas. El historiador detalla la aportación de cada municipio, así como las limosnas recogida entre 1792 y 1851: un total de 21.232 reales de vellón. Todos los presos admitieron esta atención pública, salvo Tomás Borja y Acedo, ejecutado en 1804, que ordenó que se pagara de sus bienes. En definitiva, la sociedad se hacía partícipe de uno u otro modo de las ejecuciones, que servían de ejemplo al pueblo, y en consecuencia de control social.

Tras la ceremonia de recepción del reo como cofrade y su 'puesta en capilla' (así se decía) para los últimos días, tenía derecho a una dieta extraordinaria: potaje de garbanzos, caldos de gallina, jamón, bizcochos, bolluelas, leche y vino. La cofradía también le compraba y financiaba las reparaciones necesarias para acomodar su estancia: ropa de cama, servicios de mantelería, vasos, botellas, hachas de luz, lámparas, braseros, candiles o colchones, así como aceite, leña o carbón de picón, tabaco y la ropa que uniformaba a los reos en el acto de morir.

"Se trataba de humanizar el tránsito solidarizando el drama personal, colectivizando la satisfacción de la última voluntad e institucionalizando una permanente compañía que buscaba consolar al reo y lograr su arrepentimiento y salvación", explica el historiador cacereño.

Voluntades y mandas

Respecto a las atenciones espirituales, objetivo fundamental de la cofradía, al reo se le concedían auxilios sacramentales y una Misa de la Paz en la ermita del mismo nombre (plaza Mayor), al tiempo que se llevaba a cabo su ejecución. Sólo el reo Pedro Serrano murió impenitente en 1826: se le privó de misas, de la mortaja de San Francisco y de la sepultura eclesiástica.

Además, la hermandad hacía efectivas las últimas voluntades del condenado, entre ellas las devociones a las que destinaba el dinero que le correspondía en concepto de misas. El 50% de los presos, según los estudios de Antonio Rodríguez, deseaban que fuesen por la salvación de su alma, sus cargos de conciencia y sus penitencias mal cumplidas. El 14% dedicaban sus misas a la Virgen (sobre todo a la Virgen del Pilar, de la Montaña, de Guadalupe y de la Encina), y el 10% a Jesucristo, además de ángeles, santos, ánimas y familia difunta.

La última voluntad aplicada a la atención espiritual se completaba con mandas dedicadas a diversos santuarios y con misas encargadas por familiares y amigos. También ha trascendido el legado de 14 presos de sus escasas pertenencias carcelarias: mantas, calzoncillos, camisones, jergas, almohadas, camisas, calzado, pañuelos, morrales o chaquetas. En la mayoría de los casos las dejaron a otros reos, sabedores de sus miserables condiciones.

Mientras, se iba preparando el cadalso. Desde el Medievo las sentencias se cumplían generalmente en la Peña Redonda, pero desde la llegada de la Real Audiencia se realizaban en la plaza Mayor. Luego, a partir de 1820, se trasladaron junto a la ermita de los Mártires, y al construirse la plaza de Toros (1946), cerca de la ermita del Santo Vito. "El patíbulo consistía en una tarima de madera sobre la que se montaba la horca o el garrote, y podía ir revestida de bayetas negras, de acuerdo con la condición social del reo y el tipo de condena", precisa el historiador.

Las ejecuciones se realizaban entre las once y las doce de la mañana, y nunca en domingo o festivo. Al reo se le conducía desde la cárcel de la Audiencia, vestido con túnica y gorro negros, atadas las manos y sobre una mula llevada del ronzal por el verdugo. "Si era reo de infamia, llevaba la cabeza descubierta; y si lo era de traición, la llevaría rapada, con las manos a la espalda y con una soga de esparto al cuello", detalla el investigador.

Los asesinos vestían túnica blanca y la misma soga, que era sustituida por una cadena en el caso de los parricidas. En todos los casos llevaban carteles en la espalda y el pecho con su delito.

El abogado cacereño Publio Hurtado, que presenció algunas condenas, describe en sus escritos la procesión hasta el patíbulo, en la que participaban unidos poderes civiles y eclesiásticos: el pregonero, el confesor, el escribano, cofrades de la Caridad, sacerdotes, capellanes y funcionarios de la Audiencia, rodeados de un séquito de curiosos.

La ejecución se alargaba dramáticamente por su función ejemplarizante. De hecho, la exposición del cadáver podía durar horas hasta ser amortajado con el hábito de San Francisco y trasladado al cementerio con el mismo protocolo, donde se le daba un enterramiento modesto en un espacio marginado del resto.

De los 80 ejecutados, un 65% murieron en la horca, un 35% en el garrote y sólo uno fue fusilado. Entre 1792 y 1832, la Audiencia se sirvió de la horca para ejecutar la mayoría de las sentencias. Era una manera degradante de morir, agónica si el cuello no se rompía al instante, por eso no era extraño que la familia rogara al verdugo que se colgara de los pies del ahorcado o se sentara sobre sus hombros, a fin de acabar cuanto antes.

Muerte por clases

Desde 1812, el garrote fue sustituyendo a la horca: garrote ordinario para el estado llano; garrote noble para los hijosdalgo; y garrote vil para delitos infamantes, sin distinción. La diferencia estaba en el modo de llegar al patíbulo (en una bestia de albarda, a caballo o arrastrado dentro de un serón), y en la ornamentación del cadalso (con más o menos bayetas negras o blandones). Este método tampoco producía la muerte instantánea, pero se perfeccionó para romper la espina dorsal del reo al tiempo que lo asfixiaba, acortando el suplicio.

El martirio no siempre acababa con la muerte. En Cáceres, Felipe Claros y Esteban Rodríguez sufrieron la pena de descuartizamiento y sus cuerpos se expusieron troceados en lugares visibles como escarmiento. Otra condena brutal era el arrastramiento del cadáver en serones por la villa. Se le impuso a dos jóvenes en 1807 y 1826: María Rodríguez y Pedro Serrano. Además, en 1837 se encubó a Mateo Picado, pena que solía darse a los parricidas. Consistía en encerrar su cuerpo en un tonel con un gallo, una mona, un perro y una víbora.

Aunque no se detallan en ningún documento, los delitos cometidos eran mayoritariamente bandolerismo, temas políticos y homicidios, entre ellos el del joven sacerdote José Rodríguez, condenado por asesinar a un zapatero con cuya mujer tenía relaciones. Su muerte conmocionó a la villa.