Valentín Callejo era un militar que había estado en la guerra de Cuba y se casó con Carolina Sal. Su hijo Antonio nació en Madrid, pero un día a Valentín lo destinaron a Barcelona y allí conoció Antonio a Francisca Serrano, una mujer de familia valenciana de la que se enamoró, se casó y con la que tuvo dos hijos, Carlos y Rosario. En 1918, Francisca, muy joven, murió al nacer su hija. Antonio, su marido, era un bohemio, pintor, secretario de Alejandro Lerroux, que a los dos años contrajo matrimonio por segunda vez con su prima, María de Atocha Callejo Pérez.

Los Callejo aterrizaron en Cáceres de la mano de Carlos, el hijo mayor de Antonio, al que le hubiera gustado haber sido militar dada su fascinación por el Ejército; incluso se presentó varias veces a las pruebas de la Academia Militar de Zaragoza, que dirigía Franco, pero lo tumbaron porque el general quería personas fuertes y Carlos era entonces un joven alto, aunque de delgada complexión.

Como tenía un título de Ingeniero Técnico de Telecomunicaciones, se preparó unas oposiciones a Telégrafos, que aprobó porque Carlos siempre fue un brillante estudiante de sobresaliente cum laude, seguramente condicionado por su formación jesuítica en el País Vasco, que le imprimió una gran autodisciplina para el trabajo y el estudio. Su primer destino fue Tárrega. Luego lo trasladaron a Barcelona, donde le pilló la guerra.

La huída

En 1939, coincidiendo con la Ofensiva de Cataluña, montones de personas huyeron en dirección a Francia, entre ellos Carlos, perseguido por los republicanos dadas sus arraigadas convicciones religiosas. Lo cierto es que en la huida había personas de ambos bandos, todos unidos por el sinsentido de una contienda brutal.

Carlos escapó de Barcelona con tres higos secos y una máquina de escribir, que tiró por un barranco en los primeros repechos. La expedición con la que iba no se ponía de acuerdo en el camino a seguir, se desperdigaron y Carlos se quedó solo. Guiado por la estrella polar acabó en la masía de un francés, que le dio de cenar dos huevos fritos: el mejor manjar de toda su vida.

Llegó luego a un campo de refugiados, desde el que lo deportaron a otro de Navarra, hasta que gracias a una carta de recomendación de su padre, volvió a Barcelona donde, al terminar la guerra, se reincorporó a su puesto en Telégrafos. Al poco tiempo lo mandaron de jefe a Villacarrillo (Jaén) y de ahí, con 32 años, lo destinaron a Cáceres como jefe de líneas.

Los dos amores

Al arribar a la ciudad pensó que sería un destino fugaz, pero no contaba con que aquí encontraría dos amores: Inés Carbajo y la naturaleza. Cuando el tren lo dejó en la estación se le cayó el alma a los pies: acababa de entrar en un pueblo que empezaba en La Chicuela, casa junto a la que lucía un cartel que ponía: Cáceres y, entre paréntesis, capital de provincia, por si había alguna duda acerca de que siempre fuimos capitalinos. Entonces Cáceres ocupaba el ránking en paludismo y tifus y, claro, como Carlos tenía tan mala salud se acojonó.

Pero pronto se acostumbró a aquella forma de vida. Trabajaba en Telégrafos, que estaba en Donoso Cortés y en la puerta tenía un león que servía de buzón. Cuando eras pequeño tu padre te cogía en brazos y echabas rápidamente la carta dentro temiendo que aquel león de bronce acabara arrancándote la mano. Cuando te hacías mayor y viajabas a Madrid o Huelva y te dabas cuenta de que existían los mismos buzones, te llevabas una gran decepción porque hasta entonces habías creído que aquel león era solo cosa de Cáceres.

El trabajo de Carlos tenía poco de despacho, puesto que él salía al campo con celadores y capataces para revisar los postes. En el asiento delantero de la camioneta colocaba la escopeta, y en los ratos libres cazaban perdices, avutardas y aguanieves. Cada mañana veían pasar ciervos, cientos de conejos... Se convirtió en un acreditado lepidopterólogo y consiguió albergar en su casa vitrinas con cientos de mariposas disecadas. Carlos estudiaba las setas, cogía espárragos y aprendió a disfrutar del esplendor de la naturaleza.

Callejo se compró una casa en las Viviendas Protegidas, en la antigua calle Tarrasa. Aquel fue su piso de soltero, donde compartía techo con sus padres y su hermana. Por entonces se cruzaba cada día con Inés, que era natural de Acehúche pero que vivía en el Rincón de la Monja con su abuela. En el colegio del pueblo le habían dicho a sus padres que la niña prometía, así que se animaron, la trajeron a la ciudad, estudió y aprobó unas oposiciones convirtiéndose en una de las primeras mujeres policía que tuvo la ciudad.

Don Elías Serradilla los casó en Santa María y se fueron de luna de miel a Barcelona. De regreso a Cáceres comenzaron a vivir de alquiler en Peña Aguda, en el 17 de Sanguino Michel, en los años en que el parque del Perú era un campito lleno de setas y champiñones. Allí vivían los Ordiales, Goyito Cansado, los Barriga, don Cipriano y doña Rosario...

Carlos e Inés tuvieron cuatro hijos: Antonio María, Alfonso y Gonzalo, que eran mellizos, y Guadalupe. Los chavales crecían mientras la producción literaria y científica de Callejo también lo hacía. Se unió a la tertulia del Jamec, germen de la Revista Alcántara , con Martín Gil, Romero Mendoza, Tomás Pulido, Fernando Bravo, José Canal, García Morales... Callejo era un hombre preparado, amante de la cultura y la investigación, descubría lápidas, publicaba en periódicos y revistas (editó hasta 2.100 artículos), así que el conde de Canilleros, que era director del Museo de Cáceres, vio en él a la persona idónea para ser conservador de ese museo de las Veletas, cargo para el que fue designado en el año 1955.

La familia tuvo que abandonar Peña Aguda y se trasladó entonces a una vivienda que estaba en la parte alta del museo. Era aquella una casa especial situada en torno a un patio cuadrangular con habitaciones conectadas entre sí mediante escalones. No tenía pasillo, así que los hijos de Callejo colocaban tablas en aquellos escalones y montaban unas carreras de bicicletas de padre y muy señor mío.

Lo más enigmático de esa casa era, sin duda, la escalera que comunicaba su habitación principal con la sala principal del museo. El enigma radicaba en la leyenda que situaba en aquella escalera a una dama mora convertida en gallina por su padre, empeñado en evitar el romance de su hija con un capitán cristiano durante la reconquista de Cáceres por Alfonso IX de León.

En el museo ocultaban la escalera con un cuadro, pero encima había una rendija. Así que, ¡¡¡zas!!!, los hijos de Callejo se escondían tras el lienzo y aprovechando la presencia de los turistas en la sala daban alaridos cual plañidera dama mora convertida en gallina. Los visitantes, claro, huían aterrorizados.

Y es que el museo era un mundo aparte. Su primer conserje fue el señor Tapia, que en realidad se llamaba Maximiliano, aunque su mujer, Teresa, lo llamaba José (decía que era para abreviar). Tapia murió a los 80 años, con las botas puestas, trabajando. Casi ciego, recorría a tientas el museo porque se lo conocía como la palma de la mano. Lo sustituyó Rafael Trujillo.

La parte antigua estaba entonces llena de niños y carteras. El mayor trofeo para los chavales era cazar un quica (cernícalo), una chova (grajo negro) o un avión (vencejo). Un día, los mellizos de Callejo pillaron un vencejo joven para enseñarlo a volar. Se metieron en la sala principal del museo, uno a cada extremo, y soltaron al pájaro. En esto llegó Teresa, la mujer de Tapia, y el vencejo se posó justo ¡¡¡en su moño!!!. Se montó una muy gorda, claro.

En la parte antigua vivían la señora Hilaria, la señora Julia, que andaba de puntillas para no destrozar sus tacones por el empedrado, Fernando Lumbreras, Pura, el señor Ramón, los Borrasca, el inolvidable Nano , con el que los muchachos jugaban en los arandeles, el señor Vaca, que tenía una lechería en la Cuesta de San Pablo, Manolo Fabregat y su hermano Nicasio, que el padre era carpintero...

Hasta allí acudían el piconero, el carbonero, el panadero, el Chato de los metales, Lorenza la Gata, que era una antigua lavandera, Zacarías el maletero, Juan Caraván, que vendía gomas para los tiradores... las mujeres cosían sentadas en los poyetes de San Mateo y las familias tomaban el fresco a las puertas de sus casas.

Quince días antes de San Jorge los muchachos recogían muebles viejos y maderas para quemar las hogueras. Si traspasabas tu área de influencia corrías el riesgo de acabar con una pitera. Los niños de entonces merendaban pan con chocolate Loyola . El Caballito y el señor Quico eran los municipales.

El hallazgo

Mientras sus hijos se dedicaban a estos escarceos, Callejo investigaba. A principios de los 50 avanzaba a pasos agigantados en Maltravieso una cantera de cal, hasta que un día unos obreros pusieron sobre la pista del descubrimiento de una cueva cuando encontraron algunos huesos fósiles de animales que les llamaron la atención. Más tarde, aparecieron varios enterramientos de la época del Bronce.

Pero el verdadero interés de la Cueva de Maltravieso comienza cuando el 8 de enero de 1957 Carlos Callejo publica en el EXTREMADURA un artículo donde da a conocer la existencia de las pinturas rupestres que había logrado ver en tres minuciosas exploraciones hechas en octubre y noviembre de 1956. Poco tardaron en alzarse las voces que defendían que este monumento singular --que nos ilustra sobre la alborada del arte humano en una región hasta entonces sin documentación alguna sobre el hombre cuaternario-- debía ser conservado.

Callejo acudía casi todas las tardes a la cueva con Antonio Márquez, un capataz de Telégrafos que era su mano derecha. A rastras, con su lámpara de carburo, se convirtió en un diestro espeleólogo que logró que el catedrático Martín Almagro y otros profesores de Alemania y Canadá llegaran a Cáceres para ver aquella cueva, que no tardó en convertirse en monumento nacional.

Carlos Callejo, académico de la Real Academia de la Historia de Extremadura, presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, falleció el 27 de enero de 1993. Esta próxima semana diversos actos recordarán, aprovechando el centenario de su nacimiento, al hombre que anunció al mundo que en Cáceres también hubo vida en el cuaternario.