En este pasaje comercial de Cánovas nada será lo mismo a partir de la próxima semana. En la segunda planta, a pocos metros de las escaleras mecánicas, el fondo del pasillo conduce al taller de costura. En lo alto de la pared hay unas pequeñas ventanas por las que en los días soleados asoman con fuerza los rayos que iluminan la estancia, llena de bobinas y máquinas de coser. Aunque en realidad aquí siempre brilla el sol, llueva o escampe, porque la sonrisa de Carmen Canelo Cortés es un regalo de luz.

Faldas, vaqueros, camisas, uniformes de colegio, de soldados, disfraces y hasta vestidos de novia han pasado por sus manos. Una costurera siempre es alguien que te recuerda a tu madre, que te devuelve a ese escenario de la niñez, lleno de rodilleras en los pantalones y de remiendos en los calcetines cuando había que hacer frente a las estrecheces tirando de la aguja y el dedal.

La modista te devuelve a ese territorio del alma que no sabía ni de Zara ni de Stradivarius. En un segundo, la modista traslada de nuevo tu memoria a casa de Marina, de Modesta, de Fili, mujeres, madres, amas de casa todas ellas, que llenaban con sus pespuntes las cartillas cuando no existían los cajeros automáticos y todas las semanas les tocaba ir a la Caja de Ahorros para cuadrar números en la mejor y más acertada economía: la del esfuerzo, no la del mercado.

Hábitos sociales

Hábitos socialesLos siglos XIX y XX trajeron a España cambios significativos. Hubo avances tecnológicos que propiciaron la industrialización y el nacimiento de una burguesía que modificó los hábitos de la sociedad. Todo contribuyó a un panorama donde la vestimenta tuvo un papel importante. Pero las modistas tienden a desaparecer, y eso que la crisis las hizo resurgir. Sin embargo, en esta sociedad donde todos quieren ir a la universidad nos hemos olvidado de los oficios.

Carmen tiene 70 años. Nació en Cáceres, en la calle Constancia, en la plaza de Italia, «en la Peña Redonda frente a la torre», dice con orgullo. Entre sus vecinas, Felisa, Martina, la señora Nicasia (que trabajaba en el ayuntamiento), Manolo y Matilde (que vendían las máquinas de escribir de Mecano), y Paquita, que su padre era cantero. Se casó con Valentín, que era electricista en Candela y Ballel, y tuvieron un hijo, Francisco Javier, casado con Pilar, que trabaja en Villegas, y tienen dos pequeños, Javier y Álvaro.

Carmen se crió en una familia de otros dos hermanos: Flores y Leandro. Su padre era albañil, su madre estaba empleada en el matadero. Fue a la escuela del Perejil, donde Petri fue su profesora. A los 12 años comenzó en el oficio de la mano de Rosario, una modista que tenía el taller en la calle Javier García (hoy Roso de Luna).

Fueron años inolvidables, de costura y de paseos en busca de botones a Mendieta y a Mendoza. Aprendió rápido, tanto que con el paso de los años dio clases en la Casa de Cultura Rodríguez Moñino, en Llopis Ivorra. En su casa también cosía, y cuando a las niñas les daban vacaciones en la escuela, las madres las llevaban con Carmen para que las enseñara a sobrehilar.

Después se puso a trabajar con el modisto Sebastián Navarro, que abrió en Cánovas un taller de arreglos. Finalmente, ella y su compañera Felisa se hicieron cargo del negocio. Hace cuatro años Felisa se jubiló. Ahora le toca el turno a Carmen, que la próxima semana cerrará «porque no viene nadie a preguntar, no hay modistas. Esto necesitaría más gente. Me da muchísima pena». Un pequeño nudo se hace en la garganta al escucharla.

Hace falta mucho arte para tomar medidas y preparar patrones. La puerta echa el cerrojo y tras ella, tijeras, manuales, cintas métricas, libretas de medidas que apagan la luz de este universo de telas al que Carmen le ha dado la vida.