Ahora que te estoy viendo en este programa nocturno de televisión no me parece que seas abuela. No porque no admire lo que ello significa, sino porque ante mis ojos apareces espléndida, como una exótica venus india nacida en un lugar misterioso del continente americano.

Confiesas al entrevistador que esa apariencia juvenil la consigues con los retoques que, a lo largo de tu vida, has ido haciendo sobre tu rostro. Primero, una rinoplastia para embellecer la nariz que, reconoces, era horrible; luego, te han inyectado bótox en distintas ocasiones y terminas admitiendo que te has sometido a la técnica de la luz pulsada con la que, afirmas, te quitan las manchas para adquirir la tersura de una mujer cinco años menor que tu edad real.

Pero a mí me parece que no han sido estos arreglos los que han hecho el milagro, sino tu genética envidiable junto a la sabiduría atesorada por los hechiceros de remotas tribus. Porque tú misma eres una hechicera que enamoras con tus grandes ojos que acarician a través de la pantalla. Sólo así se explica que te mantengas tan hermosa como si hubieras logrado engañar a la vejez, cuyos efectos no perdonan ni siquiera a las que ahora tienen treinta años.

Es el equilibrio, la armonía, lo que te hace tan atractiva, tan sugerente, tan llena de vida hasta traspasar las fronteras del aire para venir a acompañarme en la soledad de este salón prestado que no siento como mío, pero que con tu visita se ha vuelto cálido y acogedor. Me he emocionado cuando hablabas de tu amor a la lectura, una afición compartida que hace que te sienta tan cercana como si pudiera tocarte a través de las palabras. Palabras que se hacen carne y alma cuando te miro y veo que, sin conocernos, tú también me estás mirando.