Ya hemos explicado alguna vez que los habitantes de La ciudad feliz no están hechos para el poder. Desde los Ovando y los Golfines con los Reyes Católicos, José de Carvajal, que fue ministro con Fernando VI, y Alvaro Gómez Becerra, que también fue ministro en tiempos de Isabel II, los cacereños no se comen una rosca.

En La ciudad feliz mandan los de Zamora, los de los pueblos o los Corrales. De los de Zamora ya hemos hablado, lo de la saga de los Corrales lo dejaremos para otro lunes y hoy nos centraremos en el poderío rural.

A los habitantes de La ciudad feliz les gusta mandar, pero hay resortes que anulan sus ambiciones. Por un lado, esa neblina de felicidad conformista que cada amanecer desprenden los plátanos, tilos y laureles de Cánovas, una felicidad complaciente que los convierte en seres demasiado cándidos para competir por el poder con forasteros más resueltos y ambiciosos.

EL SINDROME DEL TREPA

Por otro lado está el síndrome del trepa . Si para Alfonso Guerra quien se movía no salía en la foto, para los ciudadanos felices , cualquier cacereño de toda la vida que se mueva es un trepa . Y claro, los ambiciosos temen ser incluidos en el maldito pelotón de los trepadores y dejan que gobiernen los de Tornavacas, los de Descargamaría, los de Hervás...

Se ha llegado a un punto en que Malpartida de Cáceres tiene tantos diputados provinciales como la capital y el bacalao del poder, o sea del presupuesto, no se corta en Cáceres, sino en el Casar. Lo de Casar de Cáceres es un caso curioso y ejemplifica la actual preponderancia de lo rural frente a lo capitalino.

Los casareños siempre han sabido comerle las papas con finura y buen arte a los cacereños. Ya en 1281 se quejaban ante el rey Sancho IV de que los de Cáceres los tenían rodeados, adehesando las tierras que circundaban el pueblo y no permitiendo su uso por los vecinos de Casar. El rey resolvió diez años después que en media legua a la redonda de Casar no podrían adehesar los cacereños, pudiendo llevar los casareños allí sus ganados.

A finales del siglo XV, los casareños volvían a pleitear con los cacereños, que no les dejaban vender su vino en la capital , gravándolo con impuestos. Y otra vez volvían a ganar el pleito. De todas maneras, los vecinos de Casar, en un signo de astucia, sabían unirse a los de Cáceres cuando les convenía. Así lo hacían en 1485 cuando se opusieron ambas localidades a pagar impuestos por sus ganados.

En La ciudad feliz , desde antiguo, se estila el menosprecio de aldea y alabanza de urbe. En los años 60-70, en los colegios, los estudiantes externos miraban por encima del hombro a los internos y en las calles, se observaba con superioridad a los pueblerinos que bajaban cada mañana por el paseo de las Acacias desde la estación de autobuses.

Hay una anécdota histórica que ilustra este señoritismo cacerense. Resulta que durante la Edad Media, los 12 regidores de Cáceres visitaban con frecuencia Casar. La razón era que los casareños estaban obligados, por no se sabe qué extraña tradición, a dar de comer a los señoritos cacereños, hasta que se mosquearon y en 1492 dijeron que nones, que si querían comer gratis se buscaran la vida. Aunque siguiendo la línea de astucia política que los caracteriza, no rompieron los puentes con Cáceres y decidieron regalar a cada regidor dos gallinas.

Han pasado los siglos, han cambiado las tornas y La ciudad feliz ya no es lo que era. Ahora, los señoritos cacereños van a Casar a comer a Casa Claudio , donde los tratan con finura antes de soplarles una pasta, y al volver a Cáceres, son gobernados por aquellos internos paletos de los colegios, por aquellos pueblerinos que bajaban por las Acacias, por los descendientes de aquellos casareños listos que les ganaban los pleitos en la Edad Media.