Bajo el manto de la normalidad, del ´aquí en Cáceres no pasa nada´, Irina aún conserva el callo en el dedo que le produjo el pincel tras muchos años de creación artística, brillante trayectoria que le llevó a exponer en importantes galerías de su Rusia natal. Ha pasado año y medio de su llegada a esta ciudad y, desde entonces, otros callos han trazado su figura, aquellos que tienen más que ver con la incomprensión, la insolidaridad y, sobre todo, la explotación.

Ya no pinta, no crea, no expone. Ha renunciado a su musa para enviar unos euros a su país y así, al menos, que los suyos sobrevivan.

Ha dejado de servir a la inspiración para hacerlo en una casa de conocidos aristócratas cacereños, donde recibe un discreto salario, una insuficiente comida y un incómodo alojamiento. Comparte el alimento del perro y, cuando no, debe conformarse con un arroz hervido como dieta única.

A Irina, con poco más de 50 años, se la puede ver en contadas ocasiones sentada en el paseo de Cánovas, aprovechando un corto recreo en sus ocupaciones, con una jornada laboral inflexible que le permite, al menos, dormir cinco horas seguidas. Y frente a ella, Magdalena, una búlgara que en su Sofia natal dejó cuatro títulos universitarios, dos doctorados y una familia, a la que envía dinero cada tres meses; el que gana por cuidar a un honorable anciano cacereño desde hace cuatro años.

Domina cuatro idiomas y posee conocimientos informáticos, aunque desde que abandonó el aula magna de la universidad no se ha sentado frente a un ordenador.

Magdalena e Irina no se consideran una excepción. Aún recuerdan a aquella profesora de danza clásica que conocieron en su día y que el maldito azar y la falta de escrúpulos de un desconocido le llevaron a bailar en un prostíbulo.

La desconfianza del resto es para ellas su principal carta de presentación. Pagan antes de recibir el género ante el gesto acusador del dependiente; pero es algo a lo que ya ni reparan. "Parece ser nuestro sino", confiesa Magdalena que, como Irina, guardan su anonimato bajo estos nombres ficticios "para que no se nos quite lo poco que nos queda".

Magdalena está hoy contenta. Dos años después de ver por última vez a su hija, ésta ha venido a Cáceres a verla. Dos días de viajes, continuos registros, cacheos, retenciones, pero al fin está aquí. Y mientras tanto, Irina se retira del banco de Cánovas, apresurada, para no levantar sospechas de que ha tenido tiempo para ella. Volverá en silencio al arroz hervido, al arduo trabajo y al anonimato en una sociedad que sabe ocultar sus miserias.