Hace unos días visité una iglesia por motivos artísticos y me topé con la celebración de una boda. Decidí quedarme a la ceremonia, aunque no para escudriñar el vestido de la novia, la frondosidad de los ramos de flores o la vestimenta de las asistentes a la boda, sino para analizar el ritual desinteresadamente. La conclusión fue que estaba presenciando un rito de hace siglos.

Los novios se colocaron de espaldas a los asistentes. ¿Conoce usted a alguien que le invite a un acontecimiento importante y le dé la espalda?. Los contrayentes acuden ante el altar de la iglesia del brazo de los padrinos, que suelen ser sus padres. Este gesto me retrotrajo a los tiempos en los que los matrimonios los concertaban los padres, y por lo tanto eran ellos los encargados de hacer cumplir el compromiso que se había adquirido con los otros padres.

Esa impresión aumentó por el hecho de que la novia iba con la cara tapada y solo se destapó cuando se hizo expreso el compromiso. Afortunadamente los novios actuales acuden a la boda con muchos más conocimientos de su pareja, pues imagínate la cara que se te quedaría si el gusto de tus padres no coincide con el tuyo. Por fin se entregaron las arras, los dineros que los padres habían acordado aportar como dote.

Lo único que estaba al día era la homilía, pues el celebrante de la ceremonia no cejó en su empeño de lanzar fieras diatribas contra el matrimonio gay y contra los divorcios y de acordarse de la asignatura de religión. ¿Es eso lo que recomienda la fe que se les diga a unos novios creyentes?. ¿No sería conveniente que se les iluminara creencialmente para tratar de sacar adelante una empresa que se ha demostrado tan ardua?.

Naturalmente, la mayoría de los presentes en la ceremonia no tenían conciencia de que estaban ante la celebración de un sacramento. Estaban en una reunión social.