Félix Galán y María Bejarano trabajaban la tierra, tenían unas huertas en la Ribera de la Madrila y unas vacas, y así se ganaban la vida. Vivían cerca del arandel de la plaza de toros y eran padres de cinco hijos: Paca, Manuela, Felisa, Andrés y Alfonso, a quien con el tiempo todos llamarían El Chato de los Metales. Alfonso era un niño travieso, avispado y con aires de emprendedor al que parecía que Cáceres se le quedara pequeño y que siempre quiso volar, así que al ver que la Legión podía ser una buena válvula de escape no dudó un minuto en marchar. Combatió en la guerra civil y luego estuvo en la estepa rusa con la División Azul durante la Segunda Guerra Mundial, donde recibió una herida en la clavícula que le obligó a permanecer convaleciente.

Pese a todo, Alfonso acudió a uno de aquellos desfiles multitudinarios que hacía Hitler para saludar a sus tropas. Cuando el führer se percató de la presencia de Alfonso en el desfile con el brazo en cabestrillo, se dirigió a él y le preguntó que qué hacía allí siendo como era un soldado herido, a lo que Alfonso, enérgico, respondió: "Mientras un soldado español continúe en la estepa rusa, yo seguiré aquí".

La conversación entre Hitler y Alfonso la captaron todos los flashes y la recrearon los periódicos de la época en todas sus crónicas. Meses después, Alfonso regresó de Alemania casi como un héroe, cargado de condecoraciones y de una medalla que regaló a la Virgen de la Montaña y que aún permanece custodiada en el santuario.

Pero Alfonso no supo encajar bien su vuelta. Habían sido años durísimos en el frente, soportando en Rusia temperaturas extremas con métodos seguramente poco ortodoxos utilizados por los mandos para que soldados como Alfonso pudieran seguir en la batalla de aquella guerra inútil que llevó a Europa al desastre y al exterminio.

Al llegar a Cáceres, Alfonso conoció a Filiberta Díaz Gómez, hija de Juana y de Pelín, que había muerto durante la guerra. Filiberta descendía de Santiago del Campo, pero salió del pueblo rumbo a la ciudad donde empezó a trabajar como sirvienta. Filiberta iba para monja, así que comenzó a hacer el noviciado con las Hermanitas de los Pobres. Su vocación terminó de manera fulminante una mañana a las puertas de la cafetería Avenida.

El Avenida traía por entonces actuaciones, algunas de ellas un tanto picantonas, protagonizadas por mujeres ligeritas de ropa a entender de los cánones éticos de la posguerra. Esa mañana las damas ensayaban el número que pondrían en escena en la función de noche, y allá que estaba Alfonso observando el ir y venir de aquella danza exótica de lozanas doncellas que agolpaba ante las cristaleras del Avenida a casados, solteros, viudos... un amplio abanico varonil en suma que no estaba dispuesto a perderse ni un solo detalle de la representación.

De entre todos ellos destacaba, sin duda, Alfonso, un joven que había llegado de Alemania con dinero, que para enrollar el tabaco prefería un billete a un papel de fumar, que atesoraba un aire extravagante y apuesto que tan diferente lo hacía del resto. Filiberta tenía entonces 17 años y quedó hipnotizada por Alfonso. Dejó el noviciado y a sus hermanitas y se marchó a casa de la que sería su futura suegra porque Filiberta, al ser menor de edad, no podía aún contraer matrimonio. Al cumplir los 18 se casaron. Hicieron una gran boda, una boda por todo lo alto que fue un gran acontecimiento en la ciudad, tan grande que la banda de música acompañó a la feliz pareja hasta la estación cuando se disponían a coger el tren que los llevaría a Madrid, ciudad elegida para su luna de miel.

Luchar en la vida

Al volver del viaje, Alfonso seguía en su mundo, contando batallas de la guerra: el tiempo que pasó malherido, el ímpetu de aquellos soldados que pasaban las noches a 30 grados bajo cero pensando que con su hazaña salvarían el mundo... Le ofrecieron la portería del Banco de España, conserjerías de decenas de organismos del Cáceres de finales de los 40..., pero él decía que no quería nada de nadie, que había luchado solo en el frente y que ahora seguiría luchando solo en la vida.

De modo que la economía de Alfonso empezó inevitablemente a flaquear cuando el dinero que trajo de Alemania se agotó. La pareja se marchó a vivir primero a casa de la tía Josefa en la Berrocala y después a Mira Al Río. De ahí, y ya con sus dos hijos, Juani y José, se fueron a la posada del Camino Llano hasta que consiguieron una casa por sorteo en el Espíritu Santo.

En el barrio vivían la tía Antolina, que fue una señora extraordinaria, Manuela la Comadre, una mujer muy buena casada con un señor que sembraba la tierra en la huerta del Conde, la señora Pura, que era regordeta, buena gente, tenía tres o cuatro niños y era muy trabajadora... En el barrio se compartían las penas, se compartían las alegrías, si había que disfrazarse Filiberta se disfrazaba y todos reían a carcajadas.

Una familia muy refinada que procedía de Madrid y cuya matriarca era la señora Dolores, que su marido era conserje del ayuntamiento, fue la primera del barrio en tener una tele. Así que por la casa de la señora Dolores pasó todo el Espíritu Santo para contemplar aquel milagro de las 625 líneas.

Alfonso y Filiberta eran vecinos de la señora Teresa, la señora Braulia, la señora Mercedes y de Micaela, que era la que tenía la casa de esquina y hasta allí se llevaban las sillas de enea cada noche, se sentaban los unos junto a los otros y veían pasar la vida a las puertas de la casa de Micaela.

En aquel Cáceres de estrecheces económicas, Alfonso pensó que el de chatarrero sería un buen oficio. De pequeño Alfonso se había quedado chato, al caerse de un árbol en la huerta y hundírsele la nariz. Fue por ello que cuando empezó a trabajar con el metal ya nadie llamó Alfonso a Alfonso porque todos lo llamaron el Chato de los Metales.

El Chato inició un negocio, cuando menos peculiar, basado en la venta de chatarra. Primero con una bicicleta y después con una moto, el Chato de los Metales vendía chucherías por calles y pueblos de Cáceres. A cambio de ellas no pedía dinero sino chatarra, que luego trasladaba al almacén de la señora Eta, que estaba detrás del Gran Teatro, y que le compraba el material recogido por una cantidad determinada de dinero.

El Chato de los Metales llevaba siempre consigo urnas que fabricaba él mismo y en las que introducía todas sus dulzainas, que previamente compraba en una tienda pequeñita que había en la plaza, que fue el origen de Sánchez Cortés y que abastecía a todos los quioscos y a las mujeres que vendían con sus cestitas en los portales.

El Chato también construyó una ruedita, a la que daba vueltas y que le servía para sortear todas las golosinas entre los muchachos. Cuando el Chato llegaba al barrio el barrio se revolucionaba. Aparecía el Chato con su trompetilla curvada en medio de aquella sinfonía cuasi militar con la que anunciaba su llegada. Entonces, de su moto, de su bici, de su urna, de su ruedita, salían milagrosamente globos, abanicos de papel, pipas, caramelos, pirulines, piruletas, altramuces, todo un manjar azucarado y colorista que encandilaba a los chiquillos.

Alrededor del Chato se agolpaban los niños, que rebuscaban en los costureros de sus madres alguna antigua perra gorda, una llave, una herradura, cuatro clavos... cualquier metal que sirviera para el trueque y que les permitiera saborear la preciada golosina. Y nadie tiraba piedras al Chato, ni se metía con el Chato, porque el Chato era ese personaje amable con aires de bohemio apostado en las puertas del Parador del Carmen que cuando una madre se enfadaba porque su hijo le había quitado sin permiso la perra gorda, el Chato se la devolvía y dejaba al pequeño con todos sus caramelos.

Entretanto, Filiberta, que siempre había cultivado la pasión por la poesía, trabajaba igualmente para sacar a sus pequeños adelante. Filiberta hacía limpiezas aquí, limpiezas allá, donde podía, hasta que sacó su pensión. Su último trabajo fue en el hotel de Antonio Alvarez en la calle Moret.

Filiberta llevaba a sus hijos como pinceles. Juani y José jugaban a la pica, a la comba, al clavo, al corre que te pillo, al escondite, a las chapas... El Espíritu Santo estaba entonces lejísimos de Cáceres. Juani se levantaba muy temprano para estar a tiempo en las Carmelitas, colegio donde estudió. De su casa al Fielato de San Francisco, y de ahí una cuesta tan grande que llegaba a clase extenuada. Y todo ese recorrido multiplicado por cuatro porque entonces había clases por las tardes.

Ser zurda

En las Carmelitas le daba clase doña Angelita de la Rosa, que era una maestra maravillosa, buena y comprensiva. Juani había nacido zurda, y entonces las monjas veían con muy malos ojos a las zurdas, a las que corregían a base de pellizcos. Pero doña Angelita no, doña Angelita no pellizcaba, enseñaba con mucha mano izquierda a escribir con la derecha. José, el hermano de Juani, estudió algo de idiomas, trabajó de camarero en el hotel Extremadura y en Los Pepes, luego se hizo guardia civil y reside en Illescas.

Juani conoció con 13 años a Agustín Molero, que entonces también trabajaba como camarero en Los Pepes. Tras nueve años de noviazgo se casaron en la iglesia del Espíritu Santo y lo festejaron en el Alvarez. Se fueron de luna de miel a La Antilla, en Huelva. Al regresar, Agustín y sus hermanos Manolo y Juan montaron la cafetería de Sindicatos, la de los célebres bocatas de calamares. El matrimonio tuvo luego otros bares como Fleming, Bodegón Fleming, Fleming 2 hasta que abrieron Casa Agustín en El Perú. Tienen dos hijos: Rafael y Juan José y dos nietos: Pablo y Fátima.

Juani regenta ahora la multitienda del barrio de La Cañada. Heredó de su madre la pasión por la escritura, de su padre, ese don con los niños que hace que cada día de Reyes acudan en masa a su negocio donde siempre reciben un regalo. Y lo hace con el mismo cariño que lo hiciera su padre, Alfonso Galán, el Chato de los Metales, aquel que volvió de la estepa rusa para recorrer los pueblos y apostarse en las puertas del Parador del Carmen con su bici, con su moto, con su urna y una ruleta que siempre te daba la suerte en forma de dulce golosina.