TSti el barón Pierre de Coubertin levantara la cabeza, quizá se llevaría un enorme disgusto al comprobar que sus más generosos deseos y aspiraciones para convertir al deporte en fuente de virtud, honestidad y hermanamiento de los hombres, ha pasado a ser una simple exhibición de poderío y riqueza de los países más poderosos y un escaparate teatralizado de las desigualdades, y de los desajustes que hay en el Mundo.

Al inaugurar los Juegos Olímpicos de Atenas de 1896 - los primeros "Juegos de la Era Moderna" - creyó abrir un escenario nuevo de relaciones humanas basadas en el deporte sano y sin trampas. En la nobleza de la competición, por encima de envidias, ambiciones y fanatismos nacionales. En donde lo único importante fuera participar en pruebas y juegos, no luchar por un triunfo estéril para superar a los contrarios.

Tengamos en cuenta que cuando Pierre de Coubertin convocó, desde Olimpia, a los más destacados deportistas de los cinco Continentes, lo hizo para reunir a las potencias europeas occidentales - a alguna también extraeuropea - que se encontraban en continuos conflictos bélicos, en todos los continentes, para demostrar su poder militar y someter a otros pueblos más atrasados.

Entre estas potencias solo existían deseos de vencer, de derrotar a los enemigos; de humillar a los contrarios, para arrebatarles sus protectorados, "colonias", territorios ocupados; explotaciones agrícolas o mineras; incluso, vías de comunicación transoceánicas, para arruinar al vecino, que era su competidor.

Los Juegos sólo eran posibles en la Paz. Se convocaban para afianzar la Paz entre las naciones. Todos sus símbolos, y emblemas se diseñaron para ensalzar este objetivo. Los "Cinco Aros Olímpicos" simbolizaban a los cinco continentes; y sus colores eran las distintas razas que los habitaban, entrelazadas en un abrazo universal, en el esfuerzo y en la fraternidad.

Su himno fue un canto a la Paz y a la cooperación humana. Sus estatutos y reglamentos insistían en que lo más importante no era ganar las pruebas, sino concurrir a ellas. Participando limpiamente, sin trucos ni estímulos artificiales. Ni por dinero ni por la codicia de los premios; sino por la necesidad de superarse a sí mismo; de vencer las limitaciones de nuestra propia naturaleza, sin llegar a la extenuación.

"Citius", "Altius", "Fortius" --"mas allá; más arriba; más potente"--; metas a alcanzar mediante el trabajo, el esfuerzo y la persistencia en el entrenamiento como virtud física y moral.

Pero estos propósitos se fueron desvirtuando a medida que se iban celebrando las grandes concentraciones olímpicas universales. Hitler quiso convertirlas en demostraciones de la superioridad racial de los "arios". Entre USA y la URSS se estableció, después de la II Guerra Mundial, una competencia política, que desnaturalizaba los deseos y objetivos olímpicos. Las grandes inversiones y las grandes empresas han acabado desvirtuando su naturaleza desinteresada.

Los recién clausurados Juegos de Rio de Janeiro, ya han sido una exhibición de riqueza, de despilfarro, de ostentación estéril en inversiones millonarias. Estadios y palestras, piscinas y ríos artificiales que quedarán inútiles para la inmensa mayoría de los brasileños; que continuarán sintiendo en sus "favelas" y en sus carnes los latigazos de la pobreza.