Periodista

El Womad gusta y gusta cada año más, dice la periodista Lola Luceño, a la sazón escaparate de Cáceres. Y, créenme, no lo dice por decir, sino porque sólo basta ´patear´ la ciudad durante estos días y comprobar que el Womad es otra cosa, por muchos cristales rotos que se rompan o por muchas pintadas que se pinten.

El Womad transforma a los cacereños y, en especial, a los jóvenes, que no dudan en enseñar ese ombligo que, durante meses, ha permanecido oculto; el festival nos cambia el vestuario, nos enreda el cabello hasta tal extremo que a los padres, incluso, se les espanta la tranquila siesta poscocido.

Mientras los menos cabales pierden el compás de unas sevillanas, mientras otros dejan plantados a los mayores, el Womad colorea una ciudad poco dada al color, donde se pueden oír los lamentos de un usuario de la línea 2 del bus por la ´plaga´ de inmigrantes en una ciudad hasta ahora tranquila. ¡Qué pena, con lo bien que estábamos!, dice, mientras otros apartan la mirada con la esperanza de que se calle.

Durante el Womad no molesta nada de lo que, habitualmente, tanto molesta a todos. No importan los perros paseando a sus anchas por Pintores, se hace la vista gorda a la ley antibotellón, se mea donde no se debe y se canta y se tocan los bongos hasta la madrugada.

Me gusta el Womad porque es diferente, porque transforma a las personas sin que tengan que ocultarse bajo la tela crepuscular de una hermandad; por ser una bocanada de aire fresco que alimenta una tolerancia, una virtud que está siempre en boca de muchos y en las actitudes de unos pocos.