Ya no son don Antonio el del taller, ni don Alfonso, ni don Jacinto, el de la tienda, o Miguel, el de la Caja. Ni doña María, ni doña Milagros, la directora, la cajera, o la experta en finanzas. Los veo en la mejor lección de humildad que existe, a las dos de la tarde o a las nueve de la mañana, en la puerta del colegio.

Allí, a salvo en su anonimato, reciben a los nietos, recogen sus mochilas, la carta de las actividades o el horario de la excursión. Se dejan arrastrar por los padres de los otros niños, camino del parque, arañando aún una media hora más a la vuelta a casa. Antes, seguramente han dejado la comida preparada, han ido a la piscina o al paseo o al taller de memoria donde ayudan a otros a no perderse en el laberinto.

Ellos sí tienen la clave. Actividad, actividad y actividad. Y nietos, sobre todo. A grandes dosis. Sin medida. Nietos que llenen con sus risas la tarde tan proclive a la melancolía o esa hora justo antes del anochecer en que uno empieza a ser consciente de la cantidad de años que le han caído encima. Yo los veo encorvados, sin resuello detrás de los cachorros que invaden el parque como si no hubiera un mañana.

No conozco sus historias, aunque me gustaría. Algunos vienen del hambre, de la emigración, y criaron a sus hijos como pudieron o les dejaron, que no es poco. Por eso ahora disfrutan de estas manos diminutas que se empeñan en crecer fuera del molde de sus dedos. Otros, han desempeñado puestos importantes, o han tenido una vida cargada de trabajo, de dolor de pies y madrugones líquidos de luz incierta.

Ahora siguen siendo ellos, aunque no responden a sus nombres. Son ciudadanos de la puerta del cole, de los cumpleaños, y las tardes en familia. Son el abu o abuelita de Antonio, de Violeta o de Diego. Y yo, que crecí sin abuelos, que he perdido ya a mis padres, siento la nostalgia imposible de algo que no voy a conocer.