Yaquí nos encontramos, al fondo de la calle de los Condes casi rozando la calle del Olmo, ante una portada de notables dimensiones, arquitrabada, sobre la cual vemos dos blasones que nos hablan de aquéllos que la construyeron. El de nuestra izquierda es de Golfín, que ya lo conocemos, y el de la izquierda, que a primera vista puede parecer Borbón, son las armas de la casa de la Cerda, la rama primogénita de la Casa Real de Castilla, esto es, la misma familia que los Duques de Medinaceli, establecida en Cáceres por el matrimonio de Mafalda de la Cerda y Gonzalo Porcallo. Una hija de ambos, Isabel de la Cerda, casó con García Golfín, señor de Casa Corchada, y fueron ambos los iniciadores de la línea que da nombre al palacio, la de los Golfines de Arriba.

La puerta, por norma general, suele estar abierta y permite contemplar el zaguán. El paseante observador se dará cuenta, sin mucha dificultad, de la peculiaridad del mismo: no permite ver el patio. Pero no se piensen que sólo hay uno en la casa, sino seis, dos de ellos porticados, cuatro de pequeñas dimensiones y otro --amplísimo y más moderno-- orientado hacia el sur sobre los antiguos corrales, cuya longitud llega de la calle del Olmo hasta el Adarve del Padre Rosalío. Este es el más conocido de todos, con sus dos alturas y su balaustrada, ya que es el que está abierto al público como parte del restaurante que ocupa algunos de los bajos. Ya dije, que las actuales traseras de este palacio fueron, en su día, el alcázar de los Saavedra del Postigo, de ahí las notables dimensiones que ofrece el edificio y la existencia de dos patios nobles.

Y no sólo son dos patios lo que ofrece el Palacio de los Golfines de Arriba, también una de las dos excepciones al Decreto de Toro de Isabel la Católica: su torre almenada, ante cuya construcción (llevada a cabo por Andrés Alonso en 1513) protestaron los Saavedra y el propio Concejo. Pero Fernando el Católico había autorizado en 1506 el alzamiento de la misma a García Golfín, Continuo del príncipe Don Juan. Mala suerte correría a la hora de morir, pero de eso hablaremos al llegar al convento de San Francisco. Junto a la inmensa torre del homenaje --que es bien visible desde Cáceres, e incluso, en la lejanía-- otras dos más (esta vez desmochadas aunque una de ellas con un espectacular matacán) se asoman al Adarve, las de los Saavedra, que visitamos en nuestro paseo al Postigo de Santa Ana.

El gran escudo

Contrasta, en exceso, la fachada principal de la calle de los Condes con la lateral y la trasera del Adarve. La portada principal es excesivamente decimonónica, con aires pseudoclasicistas, grandes vanos, ningún arco, y cuyo único testigo de antigüedad es el gran escudo de Golfín que descansa, sobre cartela, entre la ventana central y la cornisa. El resto de fachadas conserva un delicioso sabor a medievo, con algunos vanos dignos de admiración y alguno de los mejores ejemplos de ajimez cacereño. La notable diferencia se debe a la reforma que emprendió el novelesco Marqués del Reyno en pleno siglo XIX. Poseedor --como ya dije-- de un gran número de mayorazgos, títulos, palacios, castillos y tierras (que no enumeraré detalladamente) tuvo el capricho su madre, la Marquesa de Torreorgaz de comprarle este palacio y él lo reformó al gusto del XIX, privándonos de saber cómo sería realmente la casa de los Golfines de Arriba en su día.

Por cierto, en 1714 casó la última Golfín de esta línea, Juana María, Señora de Casa Corchada, con García Golfín, Señor de Torre Arias y primogénito de la rama de los Golfines de Abajo, con lo que las dos familias, tras siglos separadas, volvieron a unirse es una misma.

Esta propiedad fue dejada en testamento por el Marqués del Reyno a sus parientes los Carvajal, y descendientes de ellos son los actuales propietarios de la casa, los Marqueses de Espinardo. Uno de los anteriores propietarios, Gonzalo López-Montenegro y Carvajal, ofreció su casa al entonces General Franco, quien instaló aquí su cuartel general a los pocos días del golpe de estado. Aquí el militar cuartelero descubrió lo que era dormir en una cama de dosel y su mujer se sentía encantada rodeada de tanto aristócrata. Aquí escucho por primera vez aquellos gritos que le acompañarían el resto de su vida (¡Franco!, ¡Franco! ¡Franco!) y aquí estaba su cuartel cuando fue proclamado Jefe del Estado y Generalísimo. Aquí gestamos al Caudillo. Una placa lo recuerda, pero yo quiero recordar al hombre que, durante su estancia en Cáceres, lo afeitó todos los días: Juan Barra, verdadera institución cacereña, una de las memorias más prodigiosas que he conocido. Me arrepiento de no haber tomado notas de muchas de las cosas que me contaba, anécdotas, hechos que no están en ningún archivo y que no se conservarán. Estoy seguro de que le hubiesen encantado estos paseos.