TDtesconcierto de jornada. Día de los despropósitos. Y por otra parte- qué espectáculo tantas veces visto y, sin embargo, siempre tan bello.

Comencemos. ¿Qué hora es? , dijo Pilar cuando sintió que me incorporaba de la cama. Las siete y cuarto , respondí atolondrado. Me vestí, fui al baño para las abluciones cotidianas, cogí luego los trastes y los puse junto a la puerta; requerí a la perra y salimos a la calle. Cuando, en el coche, acudía a la churrería de Guillermo para el desayuno, miré el reloj del auto: ¡Maldita sea, las cinco y media! .

Me había equivocado el despertador de la mesilla con sus numeritos rojos. ¿Y ahora?... A pasear a la perra en el parque hasta que sean las siete. Y encima, lloviendo . Había remitido la lluvia cuando pasaba el cerro Garrote, pero al llegar a la Marmionda volvió el aguacero gallego y marino a repicar en el cristal del parabrisas. A las ocho y media estaba en la taberna de la junta, en la que ya había un buen número de paisanos vestidos de soldados. Qué afán, los cazadores rurales con esos ternos de camuflaje. Otro café.

¿Dejará de llover?

Yo creo que sí. Ya viene aclarando por Ceclavín .

Al cabo, sorteamos. Al Coriano de Morea. El número 18 del Huerto de Rafael. Me había caído en suerte un puesto cercano a los coches. En una vaguadita del arroyo, previa al terraplén que cambia el curso del venerillo, y que se cae ya a las anfractuosidades de la Fresneda.

Si te pones algo más abajo, dominas ese rincón , me comentó Miguel, el postor. Y me puse. Maldita la hora, porque si me hubiese quedado donde estaba la señal del puesto, tal vez me hubiera cantado otro gallo.

Enfrente, una ladera larga de retamas, y detrás, la alambrada que separa el Coriano de Las Viñas; la tierra de pizarra de la de los canchos de granito. En la misma línea divisoria de ambos suelos.

Una hora larga, y llegó el lance. Esta vez desafortunado. La vi en el alto, entre las retamas, pero sosquinándose hacia arriba. No entraba de frente, más bien se alejaba. Y encima el aire en mi pestorejo. En cuanto salga de las retamas, le tiro . Pero se paró, me sacó y dio un rabotazo hacia atrás. Le largué el tiro de bala, por la distancia, pero no le toqué ni un pelo.

Maldición. Ocasión perdida para la muerte del raposo.

En un otero del Coriano, junto al camino de Morales, el refrigerio. Fogatas y carne asada. Cuando casi acabábamos, el cielo, por el noroeste, se volvió negro como la famosa boca del lobo. Y el viento enloqueció. La que nos va a caer , comentaban unos y otros.

En un verbo, se desencadenó lo que parecía un huracán caribeño. Volaban ramas de árboles y los coches eran zarandeados como barquitos de vela. El amargor del fallo se endulzó con el magnífico espectáculo de la naturaleza.