Para los que formamos parte del Coro de la Uex en los años 80, aquello fue algo más que una agrupación musical. Había pasado la primera época, la de su fundación, la de la grabación del disco. Se había marchado una generación importante, las Rodilla, las Merino, Paco Heidi, y se habían quedado algunos coralistas que iban a servir de puente para la adaptación del grupo nuevo que entrábamos. Así, el maestro Roncero, los hermanos Rodríguez, Reyes y algunos clásicos más apadrinaron la entrada de la nueva generación poblada de moralos y torrejoncillanos.

Entre ensayos, actuaciones y cervecitas, se fue conformando un grupo de gente a la que le gustaba la música y que no tenía más aspiraciones que pasarlo bien y cantar cada vez que se presentara la ocasión, fuera en la barra del Cisne Negro -¡buen tío Pedro dónde los hubiera!- o masticando las patatas y las aceitunas del Parritas. Además, coincidió con dos viajes seguidos a Francia, con recorridos inolvidables por los castillos del Loira y con traducciones hilarantes de los títulos de las canciones.

Esos viajes, con tantas horas escondidos en las últimas filas del autobús, ayudaron a compartir algo más que bebidas y tabaco en abundancia; forjaron relaciones que aún hoy frecuentamos y, en algunos casos, relaciones de pareja que milagrosamente sobreviven 30 años después. No sé qué pensará usted, pero a mí me parece que esas relaciones de juventud, unidas por el optimismo, la alegría constante y la despreocupación, son una forma de amistad inolvidable que no previene en absoluto para relaciones futuras, basadas en principios igualmente legítimos pero muy diferentes.

Allí no importaban las diferencias políticas, ni sociales -si es que las había- ni siquiera la edad. Así que, mientras entonábamos lo mejor que podíamos "Ay triste que vengo" o "Los quintos" nos reíamos a carcajada limpia, disfrutábamos la vida y compartíamos confidencias y amoríos deseando parar el tiempo y apurar el momento.

Treinta años después, aún nos juntamos de vez en cuando a cantar, comer y beber. Y esta última vez, coincidimos en el mismo restaurante con la que fue directora del coro durante muchos años, Carmen Pérez-Coca, que celebraba su ochenta cumpleaños con su familia; y treinta años después cantamos con ella, reímos a carcajada limpia e imaginamos por un momento que el tiempo, por fin, se había detenido.