Algo hemos hecho, y seguimos haciendo, mal los españoles para que después de ochenta años de acabada una guerra civil de la que ninguno de los dos bandos tiene motivos para sentirse orgulloso no hayamos sido capaces de reconciliarnos y superar los traumas causados por la contienda y los tiempos inmediatos a ella. No se trata de olvidar ni tomar equidistancia, pues los errores cometidos antes, durante y después de la guerra deben permanecer en la memoria y en la historia para que no volvamos a cometerlos. Se trata más bien de emprender caminos de diálogo y acuerdos para superarlos y diseñar un espacio de concordia. No debiera ser motivo de enfrentamientos que todos aquellos que lo deseen puedan honrar a sus muertos ni que los signos y símbolos que homenajean a una parte puedan ser resignificados en pro de la convivencia. No es comprensible que la contienda continúe dividiéndonos cuando son ya muy pocos los que la protagonizaron y sufrieron y algunos no estamos dispuestos a que tras vivir cuarenta años sometidos a una dictadura nos obliguen a que sea el centro de nuestras preocupaciones y motivo de discordia. Ahora se habla de la Cruz de los Caídos. Es evidente que se trata de un símbolo que reconoce la gesta de un bando, un signo religioso y a su vez es una parte de la historia de la ciudad, tres condiciones para que los enfrentamientos sean más crueles. Daríamos un ejemplo de concordia y convivencia al resto de los españoles si fuéramos capaces de llevar a cabo un proyecto común, discutido sin acusaciones, rencores y enfrentamientos de manera que el nuevo diseño recogiera la ilusión, los proyectos y los deseos de todos los cacereños. Hay ejemplos en España de que eso es posible. Uno de los diputados que defendió en las Cortes la Ley de Amnistía fue Marcos Ana, diputado comunista que había pasado varios años en las cáceles franquistas. Hoy sería un traidor en boca de algunos pero él no lo hizo gratuitamente sino para sacar adelante un proyecto común, la Constitución. A mi me parece que mereció la pena su gesto.