Hacia el año 1.000 antes de Cristo vivían en pequeñas aldeas situadas en lugares elevados, subsistían de sus ganados y tareas agrícolas, y adoraban a divinidades encarnadas en árboles o bosques. Sin embargo, cuando los romanos llegaron a estos territorios hacia el siglo I a. C. se toparon con ciudades amuralladas, es decir, castros bien protegidos y encabezados por una élite guerrera. Eran los pueblos lusitanos y vetones, los pobladores de la actual Alta Extremadura, cuya notable evolución a lo largo de ese milenio será objeto de unas interesantes jornadas arqueológicas en el Museo de Cáceres.

El foro reunirá a expertos investigadores de España y Portugal los días 22 y 23 de octubre. Realizarán un análisis exhaustivo de aquel periodo histórico tan significativo que coincide con la Edad del Hierro, y de la evolución de estos pueblos en los actuales dominios de la provincia cacereña, la Beira Baixa y el Alto Alentejo Portugués. "Cada vez sabemos más de los prerromanos asentados en el entorno de la cuenca extremeña del Tajo. Hay numerosos restos, los más espectaculares en el Museo de Cáceres", explica Ana María M Bravo, conservadora del Museo del Prado, que ha dado a conocer en su tesis un centenar de castros y acudirá como ponente.

Clanes y lenguas perdidas

Lusitanos y vetones hablaban distintas lenguas que hoy se desconocen. Los primeros se asentaban en el actual centro portugués y los segundos en el territorio hoy ocupado por el norte cacereño, Avila y Salamanca. En medio existían otros pueblos pequeños que los romanos no mencionan en sus escritos por su poca relevancia (estos textos son una fuente principal de conocimiento de los pueblos prerromanos). Pero en general todos tenían hábitos similares.

Vivían en aldeas situadas en lugares altos y se dedicaban al pastoreo y la agricultura. "Sin embargo, el comercio cada vez mayor con los pueblos de la actual Andalucía, a su vez muy influidos por los fenicios, les introdujo en un proceso gradual de transformación desde la Edad del Bronce a la del Hierro, con la aparición de distintos objetos más útiles", explica Ana María Martín. La influencia del sur también les enseñó la técnica de fabricación de cerámica a torno en el siglo V a. C., un cambio cultural muy importante.

Fruto de todo ello, los pueblos evolucionaron y comenzaron a construir murallas a su alrededor. Según explica la investigadora, hacia el siglo III a. C. ya existían ciudades o grandes castros de 6 o 7 hectáreas, aunque lógicamente permanecían las pequeñas aldeas pastoriles de una hectárea o más. Tenían una estructura social gentilicia con familias organizadas en clanes de parentesco. A finales de este milenio ya habían consolidado unas élites guerreras surgidas por los enfrentamientos con los romanos, y de hecho han llegado armas y representaciones en cerámica hasta nuestros días. Pero la base social seguía ligada a las tareas del campo.

Altares y enterramientos

Algunas de estas armas, por ejemplo la espada Falcata conservada en el Museo de Cáceres, han aparecido en necrópolis de las que se tiene constancia a partir del siglo V a. C. Eran enterramientos de cremación (restos óseos a veces acompañados de armas, guardados en objetos de cerámica), porque los prerromanos incineraban a sus muertos. En cuanto a las creencias, estos pueblos adoraban a deidades sin representación corpórea, encarnadas en elementos naturales. "Practicaban cultos en altares que tallaban en las rocas y hacían ofrendas a sus divinidades. Las inscripciones romanas mencionan alguna, como Adaegina", dice la investigadora.

Pero toda su cultura desapareció con el dominio romano de la zona y con el fin de la Edad del Hierro en el siglo I a. C. Este territorio se asomaba ya a una nueva época, la del esplendor romano, con la fundación de Emérita Augusta, Medellín y Norba Caesarina. No obstante, y pese al saqueo sistemático que sufren actualmente los yacimientos prerromanos por parte de los aficionados a los detectores de metales, los investigadores de hoy avanzan a buen ritmo en el rescate de la memoria de aquellos pueblos perdidos.