Alejado del ruido de la ciudad, Felicísimo F. M. espera su primer permiso de fin de semana tras cuatro años y medio en la cárcel de Cáceres y dos meses y un día en un centro terapéutico de la Junta en La Garrovilla, a diez kilómetros de Mérida. Es uno de los 29 internos, de los 407 que a finales de mayo tenía el centro penitenciario, en régimen de tercer grado, paso previo a la libertad condicional. En el escalafón penitenciario, estos reclusos se sitúan por delante de los de primer grado --sólo hay cinco, todos de ETA-- y de los de segundo, la gran mayoría, que suman 373. "Es un régimen de semilibertad", apunta el director de la cárcel, Esteban Suárez.

Pero para Felicísimo, un zamorano de 35 años con una condena de 7 años y medio por robos con violencia e intimidación, este camino no ha sido fácil: "No quería salir de la cárcel por salir. Quería hacerlo con las máximas garantías posibles de reinsertarme, sin perder de vista mi pasado y el problema con las drogas. Lo más sensato era una comunidad terapéutica que salir directamente a la calle", apunta.

Los requisitos para alcanzar el tercer grado pasan necesariamente por haber cumplido al menos una cuarta parte de la condena --indispensable para poder salir de permiso según la ley penitenciaria--. El perfil responde, por tanto, al de internos procedentes del segundo grado que ya han disfrutado de varios permisos con resultado positivo. "Es muy importante que tengan la posibilidad de encontrar trabajo o que vayan a algún centro de acogida o un programa de desintoxicación de drogas", afirma Suárez. El siguiente paso, la libertad condicional, no llega hasta que no hayan cumplido el 75% de la condena o, en algunos casos, los dos tercios. El turno para Felicísimo llegará el próximo 27 de diciembre.

Del grupo de 29 internos, 18 están integrados en el Centro de Inserción Social de Cáceres (CIS) --cárcel vieja--, cuatro controlados mediante medios telemáticos --llevan una pulsera que les obliga a cumplir unos horarios en su propio domicilio-- y otros tantos que conviven en las comunidades terapéuticas de Rozacorderos, finca Capote y La Garrovilla. En esta última, Felicísimo construye su nueva vida entre las tareas domésticas, el deporte, la agricultura y los talleres de formación con otros compañeros. Siempre mira a los ojos del periodista y sólo descubre una tremenda tristeza cuando recuerda el pasado. Reconoce que ha cometido errores de los que la droga tiene mucha culpa. "Empecé con las drogas duras a los 18 años sin saber muy bien dónde me metía y me enganché hasta la médula", señala.

El procedimiento

La "regresión", como se denomina a la vuelta a un régimen anterior por alguna falta, son puntuales, según afirma el director de la cárcel. El visto bueno al cambio de grado depende de Instituciones Penitenciarias, previa propuesta de la junta de tratamiento, aunque los internos pueden recurrir al juez de Vigilancia Penitenciaria en caso de desacuerdo. "Normalmente se autoriza", subraya Suárez.

La maquinaria penitenciaria funciona por tiempos. Normalmente los internos, con la condena en firme, ingresan en segundo grado tras dos meses previos en realizar la clasificación. El paso al tercer grado, indica Suárez, va en aumento debido a la aplicación de nuevos medios de control. Los denominados "telemáticos" permiten tener localizado al interno y están dirigidos a presos con contrato de trabajo. Siempre de forma voluntaria, los beneficiarios de este sistema deben tener una línea telefónica en su domicilio desde donde, a través de un receptor, están controlados. "De 22 horas a ocho de la mañana tienen que estar en casa. Si salen, salta una transgresión", explica.

Las ventajas de este sistema son evidentes: el interno no tiene que ir a dormir a la prisión, una condición que sí deben cumplir los que salen a trabajar del CIS a diario, aunque tengan permisos de fin de semana. Los lugares donde trabajan los internos en tercer grado son muy variados. Ayuntamientos, construcción, agricultura y hasta en una carnicería, siempre en diferentes municipios cacereños, son la segunda oportunidad .

Pero no es fácil encontrar experiencias que ratifiquen la teoría penitenciaria. Cuando EL PERIODICO solicitó a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias poder conocer las experiencias de varios internos en tercer grado, las reglas fueron variadas. Imposible tomar fotografías en las que pudiera identificárseles, ni siquiera dar cuenta del nombre de pila y mucho menos de los apellidos. Y, por supuesto, ninguna referencia a su lugar de trabajo si lo tenían.

Sin embargo, la predisposición y la ayuda de la dirección del centro penitenciario hicieron posible llegar hasta Felicísimo, que rompió todos los esquemas. Dio la cara para reconocer su "ilusión y también preocupación" ante el futuro que le espera. Sus aspiraciones pasan por encontrar un trabajo que le permita pagar una vivienda. Está ganando la lucha a la droga y lleva más de cuatro años sin consumir, como demuestra su cara.

Dice que en la comunidad terapéutica ha ganado "tranquilidad y se ha quitado todas las corazas que uno se pone en la prisión para protegerse del entorno". Ahora sueña con recuperar su vida laboral y asegura que el factor trabajo es clave para superar el infierno de las drogas.

La ayuda profesional

Pero la labor de preparación para que estos internos puedan volver a hacer una vida normal no es sencilla. Y mucho menos cuando hay drogas de por medio. Así lo ha atestigua Javier Barrera, técnico en drogodependencias y responsable del programa Idre (Integrales de Rehabilitación), un proyecto enmarcado en el plan municipal de drogas y la Universidad Popular. Funciona desde hace diez años, dirigido a internos en tercer grado o en libertad condicional.

La atención se realiza fuera del centro penitenciario, cinco horas al día, y en la actualidad hay cuatro beneficiarios de entre 30 y 45 años, todos hombres. "Dejarlo en la cárcel es muy fácil, pero no tienen conciencia de enfermedad. Lo han hecho por narices", dice. La primera fase se hace en un centro terapéutico. "Dejan de consumir sin la ayuda de profesionales. Necesitan un entrenamiento que les protega", subraya.

Sin embargo, más del 50% recaen y vuelven a consumir a los pocos meses de salir a al calle. El objetivo es preparar a los reclusos para que no recaigan. Los expertos trabajan "los deterioros afectivos, físicos y sociales" de la droga. Barrera explica que el riesgo de recaer "no viene en su tiempo en prisión sino cuando salen". La explicación es sencilla: "Es fácil no consumir en la cárcel porque hay una vida estructurada. Cuando salen, están bien y a los dos o tres meses llega la crisis. Se dan cuenta de que sus vidas son un desastre". La travesía del desierto para Felicísimo se acerca al final. Sólo entonces la libertad dejará de ser un lujo.