Hace unos días publiqué un artículo en el que decía que el destino más seguro de un presidente de asamblea es el paro político. A Ramón Ferreira le ha parecido que deseo jubilarle. Nada más lejos de mis propósitos y posibilidades. Ni siquiera estaba en mi ánimo dar ideas. Simplemente hacía referencia a los datos. Porque no es necesario tener mala leche. Basta con tener memoria.

Un recorrido por la vida de los presidentes de Asambleas, Cortes y Senado pone de manifiesto que, salvo raras excepciones, dicho cargo ha sido el canto del cisne para su vida política y que de ahí han pasado al ostracismo. Su currículo, aptitud y éxito en el desempeño de la tarea no han servido para hacer suficientes méritos. Es cierto que a algunos la edad ya no les permitía muchas alegrías, pero otros estaban en un momento dulce, con un prestigio reconocido y gozando de la consideración y máxima valoración de los ciudadanos e incluso de sus propios compañeros de partido, eso sí, con excepción de quienes debían renovarles o trasladarles de puesto. Tampoco han faltado quienes han pasado al olvido con toda justicia pues su nombramiento estuvo mucho menos justificado que su cese, sus cualidades no respondían al prestigio del cargo sino más bien todo lo contrario, y habían puesto de manifiesto que habían llegado a lo más alto de su ineptitud política.

Puesto que ha desempeñado un cargo que repartía pocas prebendas se encuentra poco acompañado y le resulta más difícil que a otros oficiar de conseguidor, por lo que tiene el futuro menos claro. De manera que si , como decía Felipe González, un expresidente del gobierno es un jarrón chino, un expresidente de asamblea debe ser aquel objeto que no recuerdas dónde lo guardaste.