Periodista

Como no podía ser de otra manera, los cacereños vuelven a ser espectadores de la fiesta del Carnaval. Y es que el tiempo no acompaña, como suele decirse. Cáceres prefiere, una vez más, no quitarse el disfraz, ése que luce orgullosa durante todo el año; el que arropa la cara menos amable de la vida, el que nos hace caer en las imprudencias, la insolidaridad, la intolerancia o, simplemente, los malos modos. Lo cotidiano se viste con la ropa más amarga, el del estrés y el conformismo para no cambiar nada de lo que nos asfixia. Cada año, puntualmente, el Carnaval nos da la oportunidad de quitarnos ese antifaz y, cada año, se rechaza. Los ricos ya no se visten de pobres; los hombres ya no van de mujeres; los ateos, de obispos; los pacifistas, de guerreros; los serios, de graciosos o los listos, de torpes.

El Carnaval tiene la facultad de cambiar las cosas, aunque sea por unas horas. Renunciar a esta posibilidad es renunciar a un pedazo de nuestra libertad. No basta con ver cómo se divierte el resto; lo importante es involucrarse en esa diversión y hacer de esta fiesta algo de todos. El Carnaval esconde, en sí mismo, los suficientes atractivos para que los cacereños se quiten la careta y se echen a la calle para mostrarse tal como son. Es hora ya de levantarse del patio de butacas y salir al escenario; al fin y al cabo, sólo es proponérselo. Qué fiesta, si no, logra que Teodoro Casado se quite la corbata, que en el primer día deje afónico al incombustible de Franquete o que cientos de tambores llenen la plaza a un único compás. Todo eso y mucho más es el Carnaval, el mismo que hoy llenará las calles de meros observadores.