TEtn la primavera de 1954, el pequeño Felipín , con 8 años, dejó la escuela; eran tiempos difíciles y había que arrimar el hombro para sacar a flote la maltrecha economía familiar. La sierra y las cabras, junto con la lectura, era lo que más llamaba la atención de aquel espigado muchacho de ojos azules, tímido y soñador.

Descendiente de una familia de cabreros, pronto comenzó a dominar la sierra y el atajo de cabras, quizás como nadie lo había hecho antes; en sus genes llevaba la sabiduría de nuestros antepasados los Vetones, aquellos pastores, guerreros y orgullosos que andaban por estas sierras del Norte de Extremadura hace ya 2.500 años.

Aquel joven no era un cabrero al uso, se solapaba con la piara, se acarranclaba en su vigilancia, siempre al lado de ellas, bien en el costado, bien en trasera, a su piara no la pisaba ninguna otra el rocío matinal; era el primero que salía, el primero que llegaba a la vaina de los carabones, arriba, en los regajos, donde nace la garganta, y el último en recogerse. Su mente funcionaba como un reloj en el conocimiento de esta cultura, la cabreril, tan bella y tan tradicional: el asentamiento de la majada baja, en invierno, y la majada alta en verano. Todo un espectáculo verle silbar, era un silbido corto y a la vez prolongado con el que mantenía en una tensión permanente al rebaño de cabras; de su silbido tan característico pasaba a su peculiar acerbo de voces, también cortas, fuertes y rotundas, con las que ordenaba a sus perros careas, cuando sus fuerzas, a lo largo del día, flojeaban y los perros, como decía él, eran la prolongación de sus piernas y brazos en el dominio del atajo de cabras, unas trescientas.

Pronto en el pueblo de Segura y alrededores se le comenzó a conocer como El Duende , apelativo que habla por sí solo de su peculiar personalidad. La mente siempre la mantenía despierta con su pequeña radio, el transistor, y la lectura de novelas, desde luego un devorador de las del Oeste, las de Estefanía. En estos tiempos de crisis, uno puede dejar su profesión, digamos un obrero de la construcción, y retomarla en tiempos mejores, pero cuando un cabrero vende sus cabras ocurre toda una tragedia en la naturaleza, se llega a romper un eslabón de la cadena ecológica.

Esta profesión tan bella y solitaria necesita de más piezas y es aquí donde la mujer adquiere una importancia enorme, matriarcal, ya que ella, tradicionalmente, es la que se encargará de cuajar la leche, vender el queso, los cabritos, cobrar y pagar . Su mujer, Maribel, y sus hijos Felipín e Isa saben bien lo que es arrimar el hombro. Felipe tiene 64 años y los dolores le recomen por dentro, muy a su pesar se ve obligado a vender sus cabras. Cuando hace unos días se las llevaron no pudo contener las lágrimas. Se ha quedado con siete y dos machos, allí en un tinao, cerquita del pueblo, más que nada para matar el gusanillo, me dice, pero ya no volverá a subir a la sierra. Hace 30 años agostaban en las sierras del Ambroz unas 30.000 cabras, ahora solo 1.800.

Este otoño es triste para todos nosotros: el último cabrero, El Duende de Segura, ha vendido sus cabras. Vendrán, vendrán los fuegos, cuando se marchen los cabreros y los camineros.