TPtarece admitido que la eficiencia energética produce ahorro económico y también, algo que es más importante, afecta a las generaciones futuras: reduce la emisión de gases contaminantes a la atmósfera.

Los efectos de estos gases vienen siendo advertidos por parte de los científicos y expertos desde hace décadas --con excepción del primo de Rajoy-- y ya lo estamos sufriendo en forma de cambio climático o en forma de desastres naturales como la desaparición de hielo en el Artico, respecto del mínimo histórico, en una superficie similar a la de la isla de Irlanda.

Lo insostenible de la forma de vida actual se refleja en una unidad de medida llamada huella ecológica que, aunque tiene en cuenta otros aspectos además del energético, indica que la capacidad del planeta de producir, por ejemplo en España, es tres veces inferior a lo que consumimos de media, siendo los principales culpables de esta situación la construcción y la movilidad.

Algunas instituciones como la ONU, consciente de este problema, vienen trabajando y aportando soluciones para garantizar un desarrollo que sea sostenible, entendido como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las de las futuras generaciones (Brundtland, año 1987), bajo la premisa de "piensa globalmente, actúa localmente".

De la demanda de actuaciones por parte de los científicos y los ecologistas, hemos pasado a la de los gobernantes y de las instituciones. Así Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, declaraba que el cambio climático es el mayor reto para la economía del siglo XXI, y el presidente Obama advierte de que "los eventos climáticos extremos a los que nos estamos enfrentando nos demandan actuar antes de que sea demasiado tarde". Las actuaciones deben ser acciones colectivas para que generen a corto plazo un ahorro económico y garanticen el desarrollo futuro.