Los habitantes de un pueblo de Zamora se enteraron de que llegaba la Cuaresma porque les avisó el párroco: « Ya sabéis que debéis hacer ayuno y abstinencia los viernes. Y no me vengáis con que aquí no llega el pescado. Nada de carne y haced lo que hace mi criada que se agarra a los huevos» A mi me servían de aviso unos papeles que compraba mi padre en el obispado llamados bulas y que por un módico precio te permitían obviar el ayuno y la abstinencia los viernes de Cuaresma.

A partir del miércoles de ceniza comenzaban las citas para hacer ejercicios espirituales que duraban varios días con cuatro o más sermones diarios amén de confesiones « generales». Era imposible escaparse pues los había para solteros, para casados, para trabajadores, para empresarios, para hombres, para mujeres... y para estudiantes. En el « Isti» los había para chicos y para chicas, separados no fuera a ser que...

Tenía yo diez años la primera vez que los hice y me vi encerrado en la iglesia de la Preciosa Sangre, con el templo a oscuras, los santos tapados con crespones morados y un vociferante predicador echándome la culpa de que hubieran matado a Jesucristo. « Tú tienes la culpa. Por ti lo mataron» No podía creerlo pues a esas alturas de mi vida lo peor que había hecho yo era quitarle alguna madalena a mi madre, echar alguna mentirijilla y tirarle de la trenza a alguna niña pero me lo ponía tan claro que estaba a punto de llorar. La cosa se repitió a lo largo de los siete años de bachillerato.

Terminada la época de los ejercicios espirituales nadie se preguntaba si habían servido para que los cacereños fueran más caritativos o solidarios, para que hubiera más justicia o para hacer aumentar el número de los honrados. Algo debieron hacer mal pues a pesar de que casi todas las personas pertenecientes a esas generaciones pasaron por semejantes trances resulta que la mayoría son descreídos, están alejados de la práctica religiosa y la ciudad no es más solidaria, ni hay más honrados..