Cuando llegan los calores a los difíciles veranos de la villa cacereña, no podemos olvidar las penalidades que, en el pasado, sufría el vecindario cuando el bochorno se convertía en protagonista de la vida cotidiana.

A falta de recursos técnicos, Cáceres no conoció la luz eléctrica hasta 1897 y el agua corriente hasta dos años después, el único consuelo eficaz eran las diferentes fuentes que circundaban la ciudad, lo mismo las que se encontraban alrededor de la Ribera del Marco como del arroyo de Aguas Vivas. En Cáceres, desde finales de la Edad Media, existía una red de fuentes públicas de carácter periurbano que, debido a la contaminación cíclica de sus aguas, muchas veces se convertían en mecanismos trasmisores de enfermedades.

El tifus, el cólera, la viruela o las fiebres palúdicas, tuvieron desde antiguo uno de sus soportes en el consumo de las aguas de las fuentes públicas. Frente a ello solo quedaba el tratamiento de las aguas con cal o la limpieza de los depósitos de las fuentes para exterminar microbios y bacterias. Acciones de escasa garantía y poca confianza. Aparte estaba el trabajo de los fontaneros y maestros de cañería que se encargaban del mantenimiento de los conductos y depósitos de las diferentes fuentes de la villa.

La problemática sanitaria que ofrecían las fuentes públicas era debida a los diferentes usos que se la daba a surtidores y manantiales, al margen de aportar agua para el abastecimiento humano. El riego de huertas durante la época de verano, el lavado de ropa, los usos ganaderos o las filtraciones de aguas fecales que discurrían, en el caso de la Ribera del Marco, de forma paralela y cercana a las propias fuentes, siempre fueron causa de infecciones y enfermedades, especialmente llegados los largos y tórridos veranos de la villa.

Aunque desde 1494 se publican las ordenanzas del Agua de la Ribera que establecía los usos del agua y el control higiénico del cauce para lo que se determina donde se pueden lavar ropas o pescado, no hay verano que las autoridades locales no tengan que intervenir para arreglar los muros de los depósitos o para clausurar alguna de las fuentes públicas de la ciudad por problemas sanitarios. Así sería hasta le siglo XX, cuando por orden dada el 17 de junio de 1964 se clausuran definitivamente las fuentes de la Madrila, Hinche, Aguas Vivas, Concejo, Rocha y Fuente Fría. De esta manera se daba por finiquitado un problema que durante siglos había sido motivo de controversia.

La creación de la Sociedad de Aguas de Cáceres, auspiciada en los últimos años del siglo XIX por los gestores de la mina de la Esmeralda, trajo por primera vez a la ciudad agua corriente que se podía obtener en los caños situados en diferentes puntos de la ciudad. Un agua de mala calidad pero con mayor garantía higiénica, debido al uso de cloro. A pesar de ello, la imagen bucólica y costumbrista de aguadores y lavanderas en torno a fuentes y lavaderos se prolongó durante décadas, hasta que la modernidad la convirtió en memoria de un tiempo pasado. Al igual que sus secuelas sanitarias.