Pertenezco a una generación que descubrió el cine desde los anfiteatros de las diferentes salas que existían en la ciudad mi niñez. El cine fue uno de los grandes atractivos para el ocio de una infancia que creció en un Cáceres con varios lugares de proyección que, cada fin de semana, se llenaban de chiquillos ávidos de descubrir el último estreno de aquel Star-System importado directamente de EE.UU, que producía películas a mansalva, casi siempre protagonizadas por los mismos actores y actrices, cuyos nombres conocíamos a la perfección.

El gallinero, era el nombre que recibía el último graderío, el lugar donde nos iniciábamos en diferentes cuestiones que poco tenían que ver específicamente con el cine. El gallinero era un lugar acogedor, nos identificaba por nuestra adolescencia, por el desinterés general por la película y por la escasez de recursos monetarios. En el gallinero había un movimiento de butacas durante el pase provocado por diversos intereses y avatares. El gallinero era una escuela de cine amateur, un lugar de reunión y un jolgorio para los más jóvenes. En el gallinero sucedían historias variopintas: había buscadores/as de primeros roces carnales, sucedían disputas por ocupar butacas «cogidas» para algún amigo, había gente que, en el mejor de los casos, lanzaba peladuras al patio de butacas. Era el lugar donde experimentábamos nuestra sensibilidad con la caída de las primeras lágrimas, notábamos las subidas de adrenalina con los sobresaltos de las películas de terror, nos sentíamos vaqueros, espadachines, pobres, ricos, Tarzán, Fantomas o Cantinflas y lo más importante: podíamos gritar cuando se acercaba el 7º de caballería. Allí aprendimos que había una forma de morir que era de mentira, incluso algunos no morían nunca como Drácula, o estaban muertos siempre. Todo esto comiendo pipas, patatas fritas, chicles (algunos pegados en la butaca) y demás viandas infantiles. Aporte energético necesario por haber subido cincuenta peldaños hasta arriba. Ya estábamos preparados para llegar hasta el beso final, aderezado con los silbidos pícaros del respetable.

El gallinero también era el lugar donde inesperadamente podía llegar un señor con una linterna y apuntarte directamente a la cara. ¡Silencio!. Aquello era un lugar divertido, se jugaba al gato y el ratón con el acomodador, incluso podías ser expulsado con tarjeta roja: «a la puta calle, y si te vuelvo a ver por aquí te vas a enterar, sinvergüenza». Cada cine tenía su acomodador y nosotros controlábamos el grado de permisividad que toleraba cada uno.

En los cines cacereños había diferentes tipos de gallineros; un más acorde a salas modernas como el Astoria o el Coliseum y otros más cutres y brutales como los del Gran Teatro o el Norba, con sus suelos de madera que emitían un ruido ensordecedor cuando los convertíamos en instrumento de percusión activado con nuestros pies. Hasta hubo un cine que no tenía gallinero, El Capitol, motivo por el cual no era lugar de peregrinaje dominguero de los niños. Otros cines eran un gallinero en su totalidad, como el situado en el Palacio del Obispo con bancos corridos para favorecer el mestizaje infantil de aquellos que nos recreábamos de una programación protagonizada por películas de monjas y toreros, bajo la guardia del ínclito Isidoro. Eran los gallineros de nuestra niñez, lugares desde los que descubríamos el cine y algunas cosas más.