Desde la vieja y famosa «Ley de las Doce Tablas» que lucía en el Foro de Roma, grabada sobre doce planchas de bronce repujado, para que todos los ciudadanos romanos pudiesen leerlas, y cumpliesen sus normas y preceptos en sus relaciones vecinales, políticas, económicas o comerciales; pasando por las leyes dadas por los dioses legendarios de todos los pueblos y civilizaciones de la Antigüedad, como las que Marduk entregó a Hammurabi de Babilonia, las que Jâhvêh confió a Moisés en el Monte Sinaí, o las que los dioses aztecas y mayas representaron en grandes estelas de piedra en «Chichén - Itzá» y en «Teotihuacán»; todos los pueblos del mundo redactaron y ordenaron códigos de obligado cumplimiento para garantizar a sus fieles súbditos sus derechos a la vida, a la convivencia pacífica, al disfrute de los bienes que obtuviesen de su trabajo, a una vivienda, cueva o residencia que le diese seguridad, calor y le defendiese de los peligros y amenazas de su entorno.

Todos los pueblos civilizados posteriores han querido garantizar mediante leyes y normas la supervivencia y el bienestar de sus súbditos; aunque en la historia real, en el decurso de los siglos, pocos fueron los que lo consiguieron. Pues, normalmente, en su propio seno nacieron también los parásitos, los virus infecciosos, los buitres y los depredadores que corrompieron estas leyes; degradando las costumbres, saqueando las riquezas y sustituyendo los «derechos» recibidos de los dioses por imposiciones, cláusulas y decretos inventados por ellos, para poder trasmutar la finalidad de la Justicia. Invirtiendo sus principios, para que solo garantizaran su poder, sus propiedades, sus deseos y necesidades; sus inmensas ambiciones materiales sobre el resto de los componentes de la tribu.

Las «Doce Tablas» de Roma cayeron de su pedestal y fueron borradas y olvidadas. Moisés arrojó él mismo las «Tablas de la Ley» al abismo, al ver que su pueblo adoraba «becerros de oro» - como ocurre ahora con el brillo de los Euros - para conseguir bienes y beneficios. Y ya nadie las recuerda ni las practica.

Los pueblos de la Tierra volvieron a las leyes de la selva. Los poderosos impusieron su fuerza para ser más ricos y «los lobos devoraron a los corderos». Al final, las castas de predadores armados sometieron a las gentes pacíficas que no tenían armas ni ambición de riquezas. Según las ideologías liberales, nacidas a la sombra del absolutismo, el mundo debería ser de los «libres», sin influencias divinas; de los que no guardaran prejuicios de obediencia y fidelidad. De los ambiciosos, de los emprendedores, de los que sepan conquistarlo y aprovechar sus riquezas; aunque con ello contaminen el «paraíso», aboliendo prohibiciones y leyes,

Las gentes de razón y buena voluntad pidieron nuevas normas superiores y justas, como las antiguas estelas de los dioses; pero redactadas en forma de «Constituciones» y de códigos éticos de comportamiento, que fueran respetados por todos. Era el pueblo - la «democracia» - quien daba fuerza y justificación a los nuevos «mandamientos de la Ley», poniendo a los más sabios y preparados a la cabeza de los pueblos. Eligiéndolos en procesos abiertos, libres, bien meditados, para impedir que los ambiciosos, los inmorales o los defraudadores ocuparan los escaños del poder.

¡No lo consiguieron! Los resultados de las elecciones, recién celebradas, han vuelto a repetir los mismos errores, guiados por los mismos líderes ineptos. En una España desengañada y hastiada de promesas huecas, de soluciones falsas para problemas verdaderos, los poderes que otorga el pueblo han vuelto a torcerse para favorecer a los «publicani», a los «fariseos», a los «trileros» y falsificadores, que tergiversan datos y verdades, para aplastar libertades, igualdad y justicia; devolviendo el poder a las «castas» de siempre. Esperemos, por lo menos, que con pactos y acuerdos entre las gentes de bien, se abran nuevos caminos a la paz y a la convivencia.

*Catedrático