Eduardo Guardiola era un comandante de Infantería natural de Villafranca de los Barros que se casó con Rosario Martín, que también era de Villafranca. A Eduardo lo destinaron a varias ciudades de España, entre ellas Madrid, donde pasó la guerra y vivió años muy duros. Al acabar la contienda lo mandaron a Cáceres, al cuartel Infanta Isabel, y se instaló junto a su mujer y sus cuatro hijos: Eduardo, Carmen, Charo y Blanca, en un bajo del número 21 de la calle Colón, justo enfrente de Musical Barragán. Era aquella una casa grande, con un patio enorme y muchísimas macetas.

Los Guardiola eran vecinos de don Luis Valet y Estela, que era modista; Joaquín Fernández y Magdalena Bello; Manolo Leal y Pili Muro, padres del traumatólogo Alejo Leal; los López Duarte; el pediatra don Felipe Altozano y María; los Martín Santos, hermanos del médico Martín Santos; los Macías, familia del peluquero Luis Macías... En Colón estaban el bar Béjar; la armería Martos; la mercería López; la frutería de Alfonso y Aquilina; los Lechuginas, que eran peluqueros, y don Augusto Pintado, que era médico de familia y tenía allí su consulta.

Carmen, una de las hijas de los Guardiola, se casó con Camilo Chacón, un empresario conocidísimo de Cáceres; y Blanca y Charo eran solteras. Blanca trabajó desde los 17 años en Sindicatos, en la sección de Industria, hasta que se jubiló. Eduardo, el único hijo varón de la pareja, se fue a los 18 a la División Azul y estuvo tres años en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Al regresar a Cáceres empezó a trabajar en la Casa Sindical, que estaba frente a Múltiples y en cuyo bar servían unos bocatas de calamares de caerte para atrás.

Eduardo Guardiola ocupaba el puesto de Delegado de Hostelería y Espectáculos, de modo que si alguien quería abrir un bar en Cáceres o montar un sarao necesitabas el beneplácito de Eduardo, que estampó su firma para que se abrieran bares tan conocidos en la ciudad como La Marina, Gaona o El Molino Rojo, que estaba en la avenida Virgen de la Montaña.

La boda

Eduardo se casó con María Dolores Alvarez San José, a la que todos conocían como Quiqui . Era hija de María San José y del abogado don Felipe Alvarez Uríbarri. Además de Quiqui, la pareja tuvo ocho hijos más: Fati, Fernando, Felipe, Gabriel, Menchu, Marita, José Antonio y Cristina.

La de los Alvarez era una casa bellísima que aún se conserva en la plaza de San Juan y que está situada encima de El Figón. Con vistas a la plazuela y a la calle Pintores, disponía de altos techos y un hall tan grande como un campo de fútbol. En casa de los Alvarez trabajó durante 50 años Leoncia Gómez Galán, la última vocera vendedora de EL PERIODICO EXTREMADURA, nacida en Valencia de Alcántara en 1903, y abandonada al nacer a las puertas de una iglesia de la localidad. Leoncia, de característica nariz borbónica, era una mujer muy trabajadora y con mucha paciencia, que todas las mañanas acudía a comprar los churros a la churrería que la señora Petra tenía en la calle Cornudilla.

Eduardo Guardiola era ocho años mayor que Quiqui. Los presentaron unos amigos comunes y se casaron un 20 de octubre de 1947 en la iglesia parroquial de San Juan Bautista, un enlace que fue un gran acontecimiento que con detalle publicaron las crónicas de sociedad de la época. Los novios entraron en el templo a los acordes de la marcha nupcial, luciendo la novia precioso traje blanco de faell con amplia cola, tocada de velo tul ilusión. Terminada la ceremonia, los numerosos invitados fueron obsequiados con una comida en la Huerta del Conde, a cargo del entonces acreditado restaurante Colmado Andaluz. Al caer la tarde, los flamantes señores de Guardiola salieron en dirección a Madrid y otras poblaciones, donde disfrutaron de su luna de miel.

Eduardo no tardó en convertirse en una persona influyente. Era un hombre avispado, inteligente y muy conocido, que cultivaba un único defecto: quería tener los hijos que Dios quisiera, así que tuvo 8, incluyendo gemelos: Eduardo; María Dolores; Blanca (a la que llamaban Minuka ) y Alfonso Carlos, que eran los gemelos; Luis Miguel; Cristina; José Antonio y Fernando. Todos nacieron en casa, ayudada María Dolores por el ginecólogo don Gonzalo Mingo y por Antoñita, que era la comadrona.

El matrimonio comenzó viviendo en Diego María Crehuet hasta que les dieron un piso en las Casas Protegidas de la avenida Virgen de la Montaña. Allí vivían las Trenado; Agustín Orozco Avellaneda, famoso callista; Adelaida Sánchez, que era profesora; los Retortillo; Guillamón... La Montaña era entonces una avenida de tierra, con su paseo central y su linda arboleda. Abajo del todo, haciendo esquina, estaba el Colegio de Veterinarios y más allá el 18 de Julio. Para criar a sus hijos Quiqui se ayudaba de María Moñete, que era de Malpartida, y de Angela Pino, que era guapísima.

Pero la muerte quiso llamar a Eduardo con tan solo 39 años. Así que Quiqui se quedó viuda con ocho churumbeles y su madre se llevó a todos a la casa de San Juan, donde los pequeños se criaron entre mimos y algodones compartiendo juegos con los Narváez, que vivían en el antiguo Meliá.

Los niños iban al San Antonio, las niñas a Las Carmelitas de la calle Olmos, un colegio de clases amplias y un patio con palmeras al que las pequeñas acudían con sombrero de ala azul y un uniforme con falda de tablas y cuello con polea de color blanco. Años más tarde, las monjas construyeron un nuevo colegio en la avenida San Pedro de Alcántara, que estrenaron las hijas de los Guardiola.

Era en ese momento aquel un colegio moderno, soleado, con un patio lleno de resbaladeras donde las niñas se lo pasaban bomba. Muy cerca de allí estaba el edificio de Maestría Industrial, el Hotel Extremadura, el chalet de los Acha, al que saltaban las niñas para coger limones, y el cine Astoria, que tenía un bar donde ponían unos pinchos de berenjena que estaban de rechupete.

Allí impartían clases la hermana Teresa, la hermana María Carvajal, la hermana Flecha, la hermana Rosario, la hermana Lucía, la hermana Eliezer, vamos, que había hermanas para parar un tren. Una de las hijas de los Guardiola, Cristina, compartía pupitre en ese colegio con Elena Talavero, Elena Sánchez Romero, Mari Carmen Holguín, Mari Carmen López, María José López Hidalgo...

Al terminar 4º y Reválida, Cristina estudió administrativo y secretariado en la academia de Jacinto Conejero Rey, fantástico profesor de la calle Donoso Cortés, con aquellas inolvidables Olivettis negras.

Los jóvenes cacereños pertenecían entonces a la generación de Las Tres P : pipas, paseo y pa casa . Los fines de semana iban al Astoria y al Coliseum, y por 12 pesetas veían dos películas: La caída del Imperio Romano y Marisol rumbo a Río , que como las repetían hasta la saciedad llegaba un momento en que salías muerto del cine.

Después, la costumbre era ir a Fara, que llevaban los Sanabria y era la cafetería más chic de la ciudad; al Búho Rojo o al Drink, que gestionaba Felipe Vela, donde ponían deliciosos cafés irlandeses y era pub ideal, pequeño, con mucha madera y aire distinguido. Cristina acudía a todos ellos junto a Trinidad Borda, Juana García, Chichi, Lourdes López... Eran los años en que las chicas compraban en Francer, que era una boutique que estaba en Virgen de la Montaña, en Carol, que era de Galerías Madrid, o en Dioni.

Cristina se puso a trabajar de administrativo en una tienda de montajes eléctricos que se llamaba Porteléctrica, que estaba en Donoso Cortés y dirigían unos señores de Palencia. Poco despúes entró en Tesex, una empresa de seguridad de Santa Joaquina de Vedruna que llevaba Javier Galet, hijo de don Cipriano Galet, casado con Martina Macedo, que su padre tenía una droguería en la plaza Mayor. Galet era un empresario reconocidísimo de Cáceres, que vendió en su tienda de Virgen de la Montaña, esquina con Cánovas, ollas express por un tubo cuando aquí nadie había oído hablar de las ollas express. Además de Tesex, Javier Galet es profesor del instituto Javier García Téllez.

Javier y Cristina se enamoraron, se casaron por lo civil en 1986 en una boda preciosa que festejaron en el Alaska. Son padres de tres hijas: Paula, Elena y Sara, fruto de aquella generación de cacereños que aunque solo tuvieran las Tres P eran felices cogiendo limones en el chalet de los Acha, jugando en las resbaladeras de un colegio, corriendo por los pasillos de una casa de San Juan o en un patio lleno de macetas de la calle Colón. Una generación que comía bocatas de calamares en la Casa Sindical y pinchos de berenjena en el Astoria y que veía ensimismada Marisol rumbo a Río con esas ganas de comerse un mundo en el que aún todo estaba por descubrir.