TAtsí lo titula D. Alfredo Villegas en su libro de 1909. Este D. Alfredo, abuelo de Paloma y de nuestro compañero Alfredo Villegas, marido de Blanca, y que le ha dado clase de matemáticas a medio Cáceres.

El que sabe lo habido y por haber de este lugar es Fernando J. Berrocal; de la Zamarrilla y de todo lo que concierne y circunvala a Norba. Aínda mais, no es en vano historiador y cronista, el tío. Y por supuesto que este lugar aparece en el libro de ese otro científico de la Historia que nos abrió los ojos de la curiosidad por todas estas piedras antiguallas que visitamos: Antonio Navareño, excelente persona y padre de otro Antonio encantador y exalumno nuestro.

A todos pedimos licencia para parlotear sobre el susodicho heredamiento y desde luego tengan por seguro de que no añadiremos conocimiento científico histórico ninguno porque lo nuestro es el barzoneo, el lambudeo y pasar un rato entre las huellas del pasado y la evocación de aquellas vidas que allí estuvieron, y que, indefectiblemente, se alejan en el viento del olvido.

Salimos, fresquito de la mañana, Vía Delapidata abajo hasta Valdesalor, ya saben, y luego por esos regadíos en torno a la presa. Un filósofo solitario, dedicado al honrosísimo y anacreóntico oficio del pastoreo, nos indicó la desviación de la carretera por la que accederíamos fácilmente al lugar de La Zamarrilla.

Pasamos un collado de sardón y canchaleras y a la caída dimos vista al conglomerado de cercas de alambre, nobles paredes de piedra y ruinas por doquier. Antes de todo ello, en el arapil de una de las lomas, el recuerdo pétreo de una fortaleza desvencijada.

Casas, angarillas, restos de todo tipo, memoria herida de siglos, pálpito del trajín humano que impregnó ese abandonado ámbito. No puede uno, por menos, que esbozar una sonrisa amarga, dibujar en su cara un rictus de piedad y conmiseración por todo aquello que está, ya, hecho polvareda, ceniza, humo y nada, como tan certeramente versificó aquel tremendo Don Francisco.

Dice A. Navareño que en 1791 aquel paraje se llamaba Casa de los Duranes; que luego la casa-palacio de los Ovando-Ulloa se llamó Casa de los Muñoces, que ya existía en el XVI y que era propiedad de Nicolás de Ovando, hijo de Hernando y Mencía de Ulloa.

En el Libro de Hierbas se citan hasta seis casas importantes, amén de otras muchas y hasta 16 cercas en el entorno. 13 habitaciones la de los Muñoces; 11 habitaciones la de las Roldanas; 8 la Casa Grande, 5 la de Merino, etcétera.

Empezó a pegar la solajera y dimos en pensar en una prudente retirada. En una de las callejuelas vimos "juélliga" abundante de conejos, la cual nos despertó nuestro ineluctable instinto cinegético; si bien, la posible presencia del lagomorfo no nos proporciona más que la débil alegría de saber de su presencia, y no la perentoria necesidad de liarnos a tiros con él, ni mucho menos.

Volvimos por el camino del Acueducto. ¡Qué necesidad de agua tan grande, Cielo Santo!, y allí quedó, condenada y consolada por la esporádica presencia de algún ganadero, la aldea de la Zamarrilla, hogar y casa de mucha gente y hoy cubil de la raposa, silueta del santurrostro, aire de la garza solitaria y crotoreo de la pertinaz cigüeña. Amén.