Tal día como hoy, hace setecientos setenta y siete años, esta ciudad dejó de ser --definitivamente-- musulmana para pasar a formar parte de la Corona de León. No traeré hoy a colación los hechos de todos conocidos, sino que recordaré al último soberano agareno de Cáceres, el Califa Idrís Abú l´Ulá al-Mamún, del que nadie parece nunca acordarse, y que, entonces, lloraría la pérdida de esta fortaleza inexpugnable que dejó de llamarse Qazris, para pasar a ser Cáceres.

Bastantes años después de la reconquista, más concretamente en 1561, Aldonza de Torres (hija de Juan Alvarez Holguín y de Gregoria de Torres) fundó el convento de Santa Clara. Parte de los dineros que empleó para ello provenían de su tío el conquistador del Perú, Perálvarez Holguín, hermano de su padre y que trajo desde las Indias Francisco de Godoy. Para su erección se requirió una Real Cédula por la que el Rey obligaba al Concejo a señalar un lugar para el emplazamiento del mismo. El que se eligió fue éste, situado en un lugar magnífico para la época, puesto que se encontraba cercano a la Puerta de Mérida, con obligado paso para los que vinieran a la Villa por el sur, e, igualmente, se encontraba cerca de las calles Hornillo y Solanas (hoy Pizarro) que unían esta parte de la población con el templo de San Juan y su colación. Por la calle Sierpe se accedía fácilmente al Camino Llano y por Consolación a la zona de la Ribera del Marco.

A sus espaldas se situaba la calle Damas, lugar en el que se fijó la prostitución tras las ordenanzas de Isabel la Católica al respecto, aunque la medida no surtiera gran efecto. El edificio fue creciendo con el tiempo hasta adquirir notables dimensiones. Eran 40 las religiosas que podía admitir, como máximo, el cenobio, además de 24 legas y para ingresar en él era necesario pagar una dote de seiscientos ducados, excepto las legas o las hermanas músicas, que estaban exentas de pagar tal cantidad, ya que se entendía que con las labores que realizaban quedaban cubiertos los gastos que ocasionaban. Las rentas anuales que recibía en el siglo XVIII ascendían a la cantidad de dos mil ducados, más las limosnas, se encontraba acogido a la regla de Santa Clara (como así sigue siendo) y estaba regido por el provincial de San Miguel de los Observantes Franciscanos.

LA OBRA La construcción del convento fue lenta, pues se sabe que la primera misa se celebró en el mismo en 1614. Las obras se prolongaron en el tiempo y se fueron ampliando, así, en 1664 se culminó la actual portada, barroca, presidida por una hornacina en la que se alberga una imagen de San Francisco de Asís, flanqueada por las grandes armerías de la fundadora en la que se muestran las armas de su familia, que también se encuentran labradas en la esquina que da a la plaza de su nombre. Esta plaza se conoce, igualmente, con la denominación de Potro de Santa Clara, y en ella se eleva un crucero granítico que hace las veces de humilladero.

En las obras del convento intervinieron Blas Martín Nacarino y Juan Villoldo, especialmente en el templo, de nave única con tres tramos de bóvedas de cañón y lunetos. En él se instala un hermosísimo retablo rococó, con rocallas y cornucopias, además de tres retablos en los altares laterales. Al exterior presenta un aspecto verdaderamente macizo, resaltado por las imponentes rejerías que exigía la clausura.

Guarda Santa Clara obras dignas de atención, como la pintura del calvario del altar mayor, otra de Santa María con Dios Padre o una hermosa Inmaculada. Otra Inmaculada, escultura de bulto redondo del siglo XVIII es una verdadera delicia, a la que beneficiaron con indulgencias tanto el obispo Alvarez de Castro en 1790 como el mismísimo Papa Benedicto XIV Lambertini en 1756, pontífice muy propenso a la concesión de bulas y privilegios. También destacan las tallas de San Francisco, San Antonio y el Crucificado con la Virgen en marfil, o un hermoso Niño Jesús de aires montañesinos, vestido, adornado con potencias de plata y custodiado en una urna policromada.

En la guerra civil un oficial conoció a una jovencita cacereña y le juró amor eterno. Pero el destino lo llevó lejos y nunca nada más de él se supo. Ella, que también le había jurado lo mismo, creyéndolo muerto, decidió consagrar su vida al Altísimo. Pasó el tiempo, la guerra terminó, y él volvió a buscarla. Localizó a su mejor amiga y le explicó que --después de marchar-- se entregó a muchas mujeres, pero que un día se sintió vacío y añoró el amor verdadero. Cuando supo que ella se había encerrado en el convento corrió a verla, pero no se lo permitieron y llamándola desde fuera por su nombre gritaba ¡Te quiero! ¡Te quiero! Nadie conoce si ella supo que él vino a buscarla, nadie sabe si oyó sus gritos. Tan sólo lo saben las piedras, piedras que guardan secretos, piedras que lloraron amores imposibles, pero que también sonríen cuando pasan, hoy en día, nuevos enamorados.