Si en los años 70 un vallisoletano quedaba con sus amigos en la calle Santiago o una madrileña se juntaba con su novio en un bar de Serrano, se entendía que aquellas citas eran encuentros entre pijos. Sucedía algo parecido en todas las capitales de España menos en una llamada Cáceres donde no se quedaba en una calle ni en una plaza, sino que directamente se decía: "A las ocho, en Cursi".

Cáceres era una ciudad tan feliz y tan encantada de haberse conocido que los pijos no se andaban con remilgos y llamaban a su paseo: Cursilandia. En otras poblaciones, los progres, los pelúos , los hippies y otra gente ordinaria llamaba Tontódromo a las aceras donde se congregaba el pijerío. En Cáceres, no. Aquí eran los propios pijos quienes, cínicos y seguros, asumían su rol sin complejos y no sólo se referían sin prejuicios a su Cursi del alma, sino que además despreciaban a quienes paseaban por el paseo de enfrente situándolos en Catetolandia.

En la ciudad feliz , la acera de los números impares de la avenida de España fue durante la década de los 70 el altar de los niños pera. Al atardecer, hiciera frío o calor, cientos de jóvenes paseaban entre el chalet de los Málaga y las Hermanitas de los Pobres. Arriba y abajo, arriba y abajo, con alguna parada en las escaleras de Coliseum y el avituallamiento en el quiosco vecino, los cacereñitos de pro se convertían en pijos peripatéticos que se cruzaban, se miraban, giraban, se volvían a cruzar y se volvían a mirar en el casto país de Cursilandia. Pero aquello no podía durar eternamente. Cambiaron las modas, las costumbres y los espacios urbanos. Llegó el botellón con su barniz democrático y pareció producirse la síntesis entre Cursilandia y Catetolandia: todos juntos en la plaza Mayor unidos en armonía alcohólica y bebiendo hasta el amanecer.

LOS PIJOS DE BERLIN

Según el filósofo catalán Salvador Pániker, que es un enamorado de las chicas pijas, hay un rasgo universal de la pijería que se extiende desde Berlín hasta Cáceres y es la gangosidad fonética. Esa singular manera de decir: "Estoy superfaaaaatal" que une a las pijas europeas. Otra peculiaridad del pijerío occidental sería su limitación intelectual que, a base de no hacerse demasiadas preguntas fundamentales, lleva a esa absoluta seguridad en sí mismo que adorna a todo pijo que se precie. Finalmente, una pija europea tiene un innato sentido de la elegancia: si asegura que esa falda va con esa blusa es porque es así y no hay más que hablar, el instinto estético jamás traiciona a una pija.

Así son los pijos europeos. ¿Pero y los pijos cacereños: existen, se diferencian de los demás? Los pijos de Cursilandia iban al cine Coliseum el sábado por la tarde, se bañaban en La Colina en verano, jugaban al tenis en Cabezarrubia, tomaban cañas en Astoria, Metropol o Fara y bailaban en Plató y Acuario.

Ha pasado un cuarto de siglo y las cosas han cambiado tanto que hoy parece como si media España fuera pija: aquí cualquiera juega al golf, viste de marca, veranea en la costa, conduce una berlina plateada, cena en Atrio, baila en Cameron, vive en un adosado y monta a caballo.

Sin embargo, si uno se fija bien, notará que aquel fenómeno exclusivamente cacereño llamado Cursilandia estigmatizó a toda una generación de pijos que, ya cuarentones, mantienen hábitos y costumbres que los delatan y, al tiempo, llenan de trasnochado encanto la ciudad feliz .

Por ejemplo, un hijo de Cursilandia jamás montará en autobús urbano. Y si lo hace, se lo cuenta a sus amistades como si hubiera vivido una experiencia singular en el Transiberiano. Más particularidades: un asiduo de Cursi raramente se atreverá a pasear por la plaza Mayor o por la parte antigua, lo cual resulta sorprendente pues los pijos hispánicos acostumbran a deambular por espacios con solera: plaza Mayor de Salamanca, rúa del Villar de Santiago...

Más: un hijo de Cursilandia fetén no compra en Carrefour, sino en Eroski; rechaza la ropa de diseño, las formas desestructuradas y los colores raritos: donde estén el verde loden, el gris marengo y el azul marino que se quiten las tonterías modernas. Y, sobre todo, un antiguo paseante de Cursi está tan marcado por su pasado que, instintivamente, cruza el semáforo de las Hermanitas de los Pobres y baja hasta San Antón por la acera de Coliseum, no vaya a ser que alguien lo vea pasear por Catetolandia.