Ayer nos dejaba Forges, uno de los humoristas gráficos más importantes de este país, rey de la viñeta social que retrató la «tragicómica» sociedad española a base de trazos de tinta y humor a partes iguales. Viñeteando inteligentemente lo humano y lo divino, nos hacía esbozar una media sonrisa cada semana entre sátiras y verdades «como puños» resumidas en uno o dos «bocatas». Muchos hemos crecido con los inconfundibles personajes «forgianos», personajes atemporales delineados con el sabio lápiz de la actualidad no perecedera, de la adaptación a unos tiempos cambiantes, del avance de una sociedad, que en más de una materia parecía estar estancada, y de la risa oculta en la cotidianidad del día a día.

Y aunque pudiera parecer que sólo tratase de llevar -con ese genial humor- temas frecuentes, recurrentes, políticos, históricos, laborales y sociales, no olvidó hacerse eco de problemas muchos más graves que adolecían -y aún hoy adolecen- a este país.

La búsqueda de empatía con el lector, la huída del humor fácil, llegar a decir tanto sin utilizar apenas palabras, reírse de uno mismo -y no de los demás-, hacernos sentir miembros de un rebaño cómico, protagonistas de una realidad irreal, marcando la frágil línea entre el humor inteligente, el cercano, y el apuntillamiento de conciencia.

Forges ya pasó a ser eterno antes de despedirse, y sus viñetas pasarán a la posteridad como las imágenes más fidedignas de la historia de una España tan dividida y tan lejana a veces, tan unida y tan cercana otras, siempre víctima de unos complejos que Forges supo captar sabiamente y de los que supo reírse, convirtiendo el humor en el auténtico punto de unión de éste nuestro país. Y es que, ser conscientes de nuestros propios defectos, y reírnos de ellos es el primer paso para el cambio, y eso, el rey de la viñeta social lo sabía. Por eso, y por tanto más, Forges, su tinta y su humor ya eran eternos.